Retomar la fuerza del Estado

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Mario Luis Fuentes

Hace ya varios años que la violencia se ha convertido en una especie de danza macabra que se repite con brutal regularidad una semana tras otra en diversos espacios del país. Por ejemplo, los videos difundidos recientemente en redes sociales, donde se observa un enfrentamiento abierto entre bandas del crimen organizado en el estado de Sinaloa, muestran no solo la potencia de fuego y la sofisticación táctica de estos grupos, sino también la gravedad del vacío institucional en amplias regiones. No es la primera vez que se observan esas escenas donde comandos armados, dotados de tecnología de grado militar, se despliegan como si fueran fuerzas regulares. La diferencia es que no lo son: no obedecen más ley que la del terror y la muerte.

Frente a ese escenario, resulta urgente reflexionar con seriedad cómo el Estado mexicano puede y debe responder para contener esta amenaza, respetando al mismo tiempo los principios que sustentan un orden democrático y la garantía plena de los derechos humanos.

El gran dilema es cómo enfrentar desde la legalidad a quienes no tienen ningún reparo en matar, extorsionar y desaparecer a personas. Es posible, sí, pero requiere de un Estado fuerte, que actúe con inteligencia, con eficacia y con profundo apego a la ley. No se trata de responder al horror con más horror, ni de legitimar la violencia extralegal como una forma de defensa. Se trata, más bien, de profesionalizar las instituciones encargadas de la seguridad -sobre todo en el nivel local- y dotarlas de capacidades técnicas y operativas reales, para lograr que, simultáneamente, cada acción del Estado sea impecable desde el punto de vista jurídico.

Debe comprenderse que el uso proporcional de la fuerza no es una concesión moral, o una claudicación de la autoridad, sino una obligación jurídica que permite sostener la legitimidad del Estado en contextos de extrema violencia. Solo así es posible diferenciar a las instituciones democráticas de las organizaciones criminales: actuando siempre bajo los límites de la ley, incluso y sobre todo, en los momentos de mayor presión.

Para ello, es imprescindible romper con la simulación. No se puede seguir operando con policías municipales infiltradas o rebasadas, con ministerios públicos colapsados o sin capacidades investigativas, ni con sistemas de justicia penal que absuelven por tecnicismos o como resultado de investigaciones ministeriales deficientes, a criminales que han asesinado incluso a decenas de personas, o que han obligado a comunidades enteras a abandonarlo todo.

Es urgente entonces profesionalizar todos los eslabones del sistema, desde la prevención hasta la sanción, pasando por la inteligencia estratégica y la judicialización efectiva de los casos. Si el Estado no es capaz de investigar con rigor, de presentar pruebas válidas ante jueces imparciales y de dictar sentencias justas, el crimen seguirá creciendo en la certeza de que no será castigado, como ocurre hasta ahora, hecho que se expresa en los ominosos niveles de cifra negra que prevalecen en el país.

Pero el problema no es solo técnico ni institucional: es también político. En México hay una sospecha fundada -cada vez más documentada- de que autoridades estatales y municipales han pactado con los cárteles. Más allá de los rumores, existen evidencias que permiten sostener la suspicacia respecto de que ciertas estructuras criminales se han enquistado en los ámbitos institucionales de lo local, y que los procesos electorales han sido infiltrados por el dinero del narco. En estos casos, el desafío es doble: no solo se trata de combatir al crimen organizado, sino de desmantelar las redes de complicidad que lo sostienen desde dentro del propio aparato estatal. Y esa es una tarea que no puede resolverse únicamente con policías, sino con instituciones de fiscalización robustas, con inteligencia financiera independiente, con auditorías externas, con organismos autónomos que funcionen, con prensa libre y con ciudadanía vigilante.

Asimismo, una de las rutas más efectivas para debilitar a las organizaciones criminales pasa por el control de sus finanzas. Donde se detiene el flujo de dinero, se detiene también la expansión del poder del crimen. Por eso es urgente fortalecer las unidades de inteligencia financiera, combatir con decisión la evasión fiscal, fiscalizar las operaciones comerciales de alto riesgo y cerrar los circuitos de lavado de dinero, tanto en el sistema bancario como en el inmobiliario. No hay crimen organizado sin dinero limpio. Y no hay lavado de dinero sin una red de profesionales -abogados, contadores, empresarios, funcionarios- que colaboran, por acción u omisión, con ese sistema de impunidad. La persecución penal no debe enfocarse entonces solo en los sicarios o jefes criminales, sino en quienes apoyan y facilitan sus operaciones financieras integrando el dinero sucio a la economía formal.

Recuperar el territorio significa más que ocupar o desplazar soldados o elementos de corporaciones policiacas en determinadas zonas. Significa construir institucionalidad. Y eso implica desplegar políticas públicas integrales que atiendan no solo el síntoma de la violencia, sino sus causas estructurales. Necesitamos un nuevo estilo de desarrollo que tenga como base la paz, los derechos humanos y un orden jurídico que opere efectivamente. Un modelo que rompa con la lógica del olvido institucional y ponga en el centro a las personas, sus vidas, su dignidad.

La paz no puede lograrse solo con armas. Se construye con empleo digno, con educación, con salud, con cultura, con espacios públicos seguros, con acceso a la justicia, con transparencia, con participación ciudadana. Se necesita una intervención integral del Estado en los territorios, no solo para disuadir el crimen, sino para reconstruir el tejido social. Intervenciones todas que debes estar basadas en la corresponsabilidad, y en la confianza entre gobierno y ciudadanía.

Hoy más que nunca es urgente fortalecer al Estado mexicano, porque recuperar el monopolio legítimo de la fuerza es una condición básica para que funcione la democracia, para que haya seguridad, inversión, desarrollo, confianza. Sin ese monopolio, cada grupo armado impone su ley, cada comunidad queda a merced del crimen, cada vida “vale menos”. Fortalecer al Estado no significa volverlo autoritario, sino hacerlo eficaz, transparente, confiable y capaz de garantizar los derechos de todas las personas, en todos los rincones del país.

La guerra no puede ser la normalidad. La paz es una necesidad impostergable. No solo por razones éticas, sino por la simple certeza de que ningún país puede desarrollarse en medio del terror. Recuperar la paz es la única vía para reconducir el desarrollo nacional hacia mejores condiciones de vida, hacia una sociedad más justa, más libre y más humana.

Investigador del PUED-UNAM

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