Jorge Javier Romero Vadillo
El nuevo régimen autoritario, que se ha ido construyendo casi sin resistencias desde el triunfo electoral de López Obrador, ha contado con las fuerzas armadas como uno de los pilares de su coalición reaccionaria. Las Fuerzas Armadas, integradas desde siempre en la arquitectura del régimen priista como garantes del orden y ejecutoras del mando presidencial sin demasiado pruritos constitucionales, han encontrado en el nuevo régimen su momento de mayor expansión. La apertura democrática las dejó sin acomodo claro, pero con hambre de poder. Querían presupuesto, impunidad, funciones estratégicas y presencia en la toma de decisiones. La guerra contra el narco de Felipe Calderón les abrió camino; la Administración de López Obrador las encumbró. Desde 2018, dejaron de ser auxiliares del orden para convertirse en el eje logístico y territorial del Estado. Administran aduanas, construyen aeropuertos, vigilan calles, manejan obras, reparten libros, conducen trenes y cobran peajes. La Guardia Nacional fue la puerta de entrada: nacida con uniforme civil, contra la voluntad del líder iluminado y de la cúpula castrense, de inmediato fue constituida por soldados disfrazados con otro uniforme, en clara violación a la reforma constitucional que la creó. La lealtad que antes se dirigía al régimen priista se transformó en complicidad con el nuevo caudillo. La reforma constitucional del año pasado selló el viraje: convirtió a la Guardia en un cuerpo más de la Sedena y desmanteló la única cláusula que mantenía a los militares fuera del ámbito civil —el artículo 129, que desde 1917 prohibía su intervención en funciones no estrictamente castrenses. Lo que se desplegó fue una restauración militarista, ya sin máscara ni maquillaje, hecha desde el poder civil con plena consciencia. No es militarismo por omisión, es militarismo por diseño.
La nueva Ley secundaria sobre la Guardia Nacional es una pieza legislativa ominosa. Está diseñada para garantizar a las Fuerzas Armadas un papel permanente en la vida civil, no como respaldo excepcional, sino como presencia cotidiana. Le confiere a la Guardia Nacional atribuciones de patrullaje, vigilancia, detención y control de espacios públicos, bajo mando castrense y sin controles externos efectivos. Se trata de una legalización completa de la lógica militar en tareas que deberían ser estrictamente civiles. Para entender la gravedad del asunto, conviene glosar el análisis detallado de Intersecta y México Unido contra la Delincuencia, que desmontan cada tramo de la iniciativa y muestran su verdadera intención: consolidar un modelo de seguridad autoritario, sin transparencia, sin rendición de cuentas y con licencia para actuar en la penumbra.
La iniciativa legal para regular a la Guardia Nacional que se está discutiendo ahora en el Congreso y que ya fue aprobada en la Cámara de Diputados confirma sin disimulo la militarización estructural y permanente de la seguridad pública. La Guardia Nacional deja de ser un cuerpo híbrido y se convierte, con todas las letras, en un brazo operativo de la Secretaría de la Defensa. Ya no hay ni rastro de intención reformista. No se construye una policía civil. No se profesionaliza el uso legítimo de la fuerza. Se profundiza una estructura vertical, opaca, sin controles externos y ajena a cualquier enfoque de derechos.
El Presidente (la Presidenta) queda facultado para disponer de los despliegues militares a su antojo. No necesita autorización del Congreso ni evaluación judicial. La “coordinación interinstitucional” se reduce a una fórmula hueca. La cadena de mando queda bajo control exclusivo del Ejecutivo y la supervisión ciudadana desaparece del horizonte normativo. No hay frenos ni contrapesos.
Lo más insultante es el esfuerzo por maquillar esta regresión con recursos de mercadotecnia legislativa que se ha hecho durante el trámite legislativo. Se salpica el texto de referencias a la protección del medio ambiente y a la perspectiva de género, sin un sólo mecanismo verificable que las respalde. Es un caso de manual: greenwashing y genderwashing, dicho en inglés para que suene más moderno, aunque en español se diga igual de claro: simulación con barniz progresista. Los militares no se han distinguido ni por su respeto ecológico ni por su compromiso con los derechos de las mujeres. Ahora se les quiere presentar como ecologistas y feministas armados.
Esta Ley es, también, una respuesta directa para neutralizar cualquier posibilidad de control judicial. Es un blindaje legislativo, hecho a la medida para impedir futuras correcciones. Es una Ley que permite la intervención militar en la vida privada de la ciudadanía, que le permite espiar, hurgar en los asuntos de los civiles sin presunción de inocencia, que aniquila a las fiscalías como instrumento de justicia, suplantadas por las nuevas atribuciones castrenses. ¿Qué agente del ministerio público en su sano juicio le va a decir al capitán Sánchez que su investigación es un desastre?
La reforma no plantea ningún debate sobre el modelo de seguridad. No hay evaluación, ni autocrítica, ni revisión. Sólo hay una ratificación de la ideología que ha dominado desde el despropósito de Calderón: el enemigo está adentro, la solución lleva uniforme y la excepción se convierte en regla. La militarización ya no es una estrategia. Es razón de Estado.
La nueva coalición de poder se sostiene, sin tapujos, sobre una base castrense. Las Fuerzas Armadas no sólo participan: organizan, controlan, mandan. La reforma confirma la captura militar de las funciones civiles del Estado y formaliza la ocupación de la vida pública por la lógica del cuartel. Directamente se legaliza la subordinación del orden constitucional a una jerarquía que no rinde cuentas. No hay separación de poderes que resista una estrategia de seguridad construida desde el mando unificado y la obediencia absoluta. Lo que avanza es un régimen autoritario con fachada de democracia y estética de izquierda. La retórica progresista sirve como camuflaje para una restauración de poder centralizado, vertical, con disciplina de tropa y propaganda de masas. Esta no es una política pública para proteger a la población: es un dispositivo de control para proteger al régimen. Lo aprobado no deja dudas: el Gobierno ya eligió a su aparato de seguridad, y con él, definió a quienes considera sus adversarios. El Estado constitucional queda relegado y el poder real en manos de la milicia. La concreción del golpe de Estado permanente.