Luis Felipe Villaseñor y Sebastián Farfán
México enfrenta una creciente presión de Estados Unidos ante su dificultad para cumplir con el Tratado de Aguas de 1944. A cuatro meses de concluir el ciclo quinquenal, el país adeuda más de 1,500 millones de m³ del Río Bravo. El panorama es crítico: infraestructura deficiente, demanda interna al alza, sobreexplotación y sequías prolongadas. En Chihuahua ya son más de dos años sin acceso continuo a agua potable, mientras presas como La Amistad y Falcón operan apenas al 20.7 % y 12.3 % de su capacidad.
Aunque en abril México acordó con Estados Unidos entregar un tercio del volumen adeudado entre mayo y octubre de 2025, persisten dudas sobre la viabilidad de este plan. La presidenta afirma que no afectará el abasto humano ni agrícola, pero las condiciones de sequía en el norte contradicen esa expectativa.
Julio será un mes decisivo para México. Funcionarios de ambos países prevén reunirse para evaluar avances. Si el informe mexicano no convence, el conflicto podría escalar, especialmente por la presión del sector agrícola texano, que ya ha manifestado afectaciones por los retrasos.
Una historia de tensiones
El Tratado de Aguas de 1944 obliga a México a entregar 2,158 millones de m³ del Río Bravo cada cinco años, a cambio de 1,850 millones de m³ anuales del Río Colorado por parte de Estados Unidos. Aunque México ha cumplido históricamente, las condiciones climáticas actuales —más extremas e impredecibles— ponen a prueba la vigencia y flexibilidad del acuerdo.
En noviembre de 2024 se firmó el Acta 331, que autoriza usar fuentes alternas —como los ríos San Juan y Álamo, y presas como La Amistad y Falcón— para cumplir con las entregas. Sin embargo, esta medida generó resistencias en Chihuahua y Tamaulipas, donde preocupa el impacto en el abasto, especialmente en la agricultura, que consume cerca del 32 % del agua disponible, según el Inegi.
El Tratado permite que México solicite una prórroga de cinco años si acredita una sequía extraordinaria. No obstante, la presión política en Estados Unidos, particularmente desde Texas, va en aumento. La percepción —a veces fundada y, otras, políticamente motivada— de que México concentra sus entregas en el último año del ciclo persiste, generando desconfianza e incertidumbre entre los agricultores estadounidenses.
La tensión se agravó en marzo de este año, cuando Estados Unidos negó el uso de la conexión de emergencia de Otay, que habría facilitado el envío de agua a Tijuana. Aunque ello no incumplió el tratado, sí representó una escalada política sin precedentes.
En abril, Donald Trump amenazó con condicionar la imposición de aranceles al cumplimiento del tratado, incorporando el tema hídrico a su narrativa comercial y electoral. Ese mismo mes, la renuncia de Elena Giner como comisionada estadounidense de la Comisión Internacional de Límites y Aguas (CILA), y su reemplazo por Chad McIntosh —vinculado a la coalición trumpista— también reforzaron la posibilidad de un endurecimiento en la postura de Washington.
Implicaciones: tensiones locales y presión de Estados Unidos
Aunque México intentará cumplir con el tratado, no puede ignorar las necesidades de los agricultores nacionales ni los costos políticos internos. En un contexto de escasez, el gobierno mexicano podría verse obligado a desviar volúmenes significativos de agua a Estados Unidos, afectando el abasto regional. No se puede descartar que se repitan episodios como el de 2020, cuando un escenario similar derivó en la toma de la presa La Boquilla por parte de agricultores de Chihuahua. La situación incluso escaló a enfrentamientos violentos con las autoridades gubernamentales.
La presión política por los recursos hídricos también favorece fenómenos más peligrosos, como el surgimiento de mercados ilegales de agua y la intervención de grupos delictivos, ya documentados en Estado de México, Chihuahua y San Luis Potosí.
Hay más frentes de riesgo abiertos en el plano internacional. Es probable que Estados Unidos y su Congreso —de mayoría republicana— impulsen condiciones más estrictas, como sanciones unilaterales, retenciones de agua y tarifas comerciales. Un escenario más complejo podría significar que Estados Unidos busque incorporar el tema a las negociaciones de la revisión del T-MEC, prevista para julio de 2026.
Sin agua y sin certeza
La reunión bilateral entre las autoridades mexicanas y estadounidenses, prevista para julio —aún sin fecha confirmada— será decisiva para definir el rumbo del segundo semestre de 2025 y marcará el cierre de un ciclo particularmente tenso. Aunque aún no se han revelado quiénes serán los asistentes, los secretarios de Medio Ambiente, Desarrollo Rural y Gobernación, Alicia Bárcena, Julio Berdegué y Rosa Icela Rodríguez, han asumido la compleja tarea de argumentar que el adeudo no compromete el abasto fronterizo. Pero el reto va más allá del discurso técnico: cada vez llueve menos y los márgenes de maniobra se estrechan. Además, Estados Unidos está adoptando una posición intransigente, fundamentada más en criterios políticos que en sustento técnico.
Como Integralia ha advertido, la deuda de agua es el síntoma más alarmante de un modelo hídrico insostenible que pone en riesgo la estabilidad social, la seguridad alimentaria y el cumplimiento de los acuerdos internacionales. Sin una revisión consciente del Tratado y un cambio profundo en el nuevo Plan Hídrico y la futura Ley de General de Aguas —para fortalecer a los organismos operadores municipales, dotarlos de capacidades técnicas reales, asegurar una inversión sostenida en infraestructura y garantizar recursos suficientes—, el país seguirá atrapado entre la sequía y la presión política externa. Hoy más que nunca este vital líquido exige responsabilidad institucional del Estado y no sólo promesas.