Mario Luis Fuentes
En México ha concluido un nuevo ciclo escolar. Las aulas, por ahora vacías, se convierten en el eco de preguntas que no encuentran fácil respuesta. Aunque el calendario marca tiempo de vacaciones, en el ambiente flota una sensación densa de incertidumbre respecto del porvenir educativo. Este sentimiento, si bien transversal a todos los niveles, se intensifica con especial fuerza en los niveles de educación media superior y superior, particularmente entre quienes se dedican a estudiar lo social, ese amplio y vital campo que abarca disciplinas como la sociología, la filosofía, la historia, el derecho, la pedagogía o la ciencia política.
La preocupación no es menor ni infundada. En un mundo que parece haber entrado en una espiral de transformaciones abruptas e imprevisibles -conflictos armados que alteran el orden global, una economía internacional que no logra recuperarse del todo, tecnologías que desplazan empleos y prácticas sociales enteras- la pregunta sobre la pertinencia de lo que se aprende en las escuelas y universidades se torna cada vez más acuciante. ¿Cuál es el sentido que debe darse al estudiar lo social en un tiempo en que lo social se descompone? ¿Qué horizonte de futuro pueden tener jóvenes formados en disciplinas críticas cuando el presente parece reducirse al aquí y ahora de la supervivencia?
Este estado de desazón se agudiza al constatar la distancia entre la realidad que vivimos y los contenidos que pueblan nuestros planes y programas de estudio. Se trata, en gran medida, de currículos y pedagogías forjadas bajo la lógica del siglo XX, cuando aún se creía que la historia tenía un sentido progresivo y que la escuela era la vía legítima y más eficaz para ascender en la escala social. Aquella promesa educativa -de movilidad, de profesionalización, de integración al desarrollo- se encuentra hoy profundamente erosionada. En México, el crecimiento económico es prácticamente nulo, la movilidad social se ha interrumpido, y las oportunidades de desarrollo se han convertido en loterías de clase, género y territorio. En este escenario, la educación parece extraviada, anclada en una rutina burocrática que la aleja de su potencia original.

Es aquí donde la filosofía de la educación tiene un papel ineludible. No se trata de ajustar contenidos o actualizar competencias según la demanda del mercado, sino de repensar el sentido mismo de la educación. Como señalaba Paulo Freire, educar es un acto profundamente político, en el cual se disputa no sólo el conocimiento, sino el modo de estar en el mundo. Y es esa dimensión la que urge recuperar: una educación pensada y construida para la libertad, para la conciencia crítica y para el autoconocimiento, de modo que cada persona pueda ser y estar en el mundo de manera plena, creativa y comprometida.
La educación del presente, para tener futuro, debe orientarse menos hacia la acumulación de información y más hacia la formación del juicio. Debe enseñar no tanto a obedecer, sino a pensar; no tanto a repetir, sino a interrogar. Necesitamos una educación que ayude a las y los jóvenes a leer el mundo -con sus fracturas, sus violencias, sus esperanzas- y a encontrar en él su lugar, no como piezas de un engranaje productivo, sino como sujetos capaces de transformar la realidad.
Esto exige poner en cuestión los viejos modelos pedagógicos centrados en la transmisión unidireccional del saber, y avanzar hacia formas dialógicas, situadas, abiertas a la experiencia vital de quienes aprenden. Requiere también incorporar nuevas alfabetizaciones .digitales, ecológicas, emocionales, filosóficas- que permitan a las nuevas generaciones comprender la complejidad del mundo y responder a ella con responsabilidad ética y creatividad social. Pero, sobre todo, requiere recuperar una noción de lo educativo como proceso existencial, que no se agota en el aula ni se reduce al rendimiento escolar. Educar es preparar para lo incierto, para lo inesperado, para la navegación en aguas turbulentas. Esto implica reconocer que la incertidumbre no es una anomalía a eliminar, sino una condición humana a asumir con lucidez. La escuela, entonces, no debe ser el refugio frente al caos, sino el espacio donde se aprende a habitarlo sin sucumbir a él.

En este contexto, la educación en lo social cobra una relevancia inusitada. Porque si el mundo está marcado por la fragmentación, la desigualdad y el conflicto, necesitamos más que nunca de saberes que nos ayuden a comprenderlo, a interpretarlo, a imaginar alternativas. Las ciencias sociales y las humanidades son, frente a lo anterior, herramientas imprescindibles para la reconstrucción del tejido social, para la defensa de los derechos humanos, para la crítica de las estructuras de poder y para la invención de formas más justas y solidarias de vida en común.
Por eso, repensar la educación es un imperativo ético y político. Se trata de decidir qué tipo de humanidad queremos formar, en qué valores y con qué horizontes. Y si de algo debe ocuparse hoy la escuela, es de formar personas capaces de ejercer su libertad en condiciones de justicia; personas capaces de preguntarse por el sentido de sus actos y de sus vínculos; personas capaces de transformar la indignación en acción y la desesperanza en proyecto.
Tal vez nunca como ahora haya sido tan necesario regresar a las preguntas fundantes de la educación: ¿para qué educamos?, ¿a quién educamos?, ¿cómo educamos?, ¿quién tiene derecho a educarse?, ¿quién decide qué vale la pena ser enseñado? Y tal vez nunca como ahora haya sido tan urgente responderlas desde la vida misma de las comunidades, de los territorios y de los sujetos concretos que habitan esta nación profundamente desigual. Educar, en este siglo, no puede significar preparar para el éxito individual en una sociedad fragmentada e injusta. Educar debe significar un acto de amistad, de esperanza y de rebelión: una pedagogía que nos impulse a imaginar otras formas de existencia, otras formas de comunidad, otros mundos posibles. Solo así, tal vez, podamos transitar de la incertidumbre paralizante a la incertidumbre fecunda, y construir desde la escuela un nuevo pacto con la vida.