Las falacias de “el pobre es pobre porque quiere”

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Cristopher Ballinas Valdés

En fechas recientes ha comenzado una incipiente discusión sobre los factores individuales que llevan a una persona a la condición de pobreza. Como suele suceder en redes sociales y en debates coyunturales, se privilegian argumentos que responden más a derroteros políticos que a reflexiones coyunturales sobre un fenómeno social tan complejo. En lugar de buscar comprenderlo a fondo y divulgarlo adecuadamente según los distintos públicos, se simplifica la realidad a clichés fácilmente consumibles.

Uno de los argumentos más difundidos —y más erróneos— es aquel que sostiene que la pobreza es producto exclusivo de la falta de esfuerzo personal; una idea que se resume en la frase “se es pobre porque uno quiere”. Este planteamiento, además de ser profundamente injusto, resulta atractivo en contextos donde se promueve una noción idealizada del mérito. No obstante, el pobre no lo es por voluntad ni por incapacidad para aprovechar sus 24 horas igual que otros; lo es porque habita en una estructura social desigual que impide, incluso con esfuerzo, alcanzar condiciones de bienestar.

Este razonamiento tiene su raíz en una lectura equivocada del liberalismo político, que vincula el desarrollo personal directamente al esfuerzo individual. Fue ampliamente difundido junto con una ética derivada de ciertas doctrinas religiosas y filosóficas que promovían el trabajo como camino a la virtud y la prosperidad social. De ahí nació la idea de que, si el individuo tiene éxito, la sociedad inevitablemente se beneficia, bajo lo que algunos han denominado “economía de salpicón”. Este argumento se instaló con fuerza en diversas culturas, como si el esfuerzo fuera la única variable capaz de determinar el destino económico de una persona.

Esa interpretación errónea del liberalismo económico se volvió especialmente persuasiva porque trasladaba la responsabilidad del bienestar exclusivamente al individuo. En caso de fracaso, la lógica indicaba que debía culparse a sí mismo por sus malos resultados, ignorando que el sistema recompensa de forma desproporcionada a quienes ya cuentan con ventajas estructurales

Por otro lado, este argumento tiene también una dimensión política. La desigualdad social es evidencia contundente de que las instituciones democráticas no están cumpliendo su objetivo fundamental de permitir el pleno desarrollo de las personas y garantizar su bienestar. La desigualdad es en sí la evidencia del fracaso social. Una democracia genuina debería crear arreglos institucionales que habiliten una estructura justa, donde todos los individuos puedan desarrollarse plenamente sin que su origen socioeconómico determine sus posibilidades. En ese sentido, vivir en sociedades profundamente desiguales revela el fracaso de los pactos políticos para garantizar una cancha pareja para el desarrollo.

Aun cuando resulta inquietante observar cómo se siguen reproduciendo argumentos falaces que justifican la opresión estructural y presentan la desigualdad como una supuesta consecuencia del mérito individual, es fundamental reiterar que la pobreza no debe entenderse como el resultado de fallas personales ni de una supuesta incapacidad para gestionar el tiempo o el esfuerzo propio. Por el contrario, la pobreza constituye una evidencia de que las sociedades no han logrado establecer acuerdos políticos y económicos que configuren una estructura institucional justa y equitativa, capaz de garantizar el desarrollo pleno de todas las personas sin importar su origen social.

En esta línea, es imprescindible adoptar una lectura crítica que permita desmantelar la narrativa del mérito como única vía de prosperidad, y comprender que la pobreza es expresión de inequidades persistentes que se reproducen por fallas sistemáticas en el diseño y operación de las instituciones. La pobreza no es consecuencia de decisiones individuales fallidas, deficiencias en los proyectos de vida personales o ausencia de esfuerzo por parte de los sujetos afectados, sino de condiciones estructurales que impiden el despliegue de capacidades humanas en entornos desiguales. La superación de la pobreza, por ende, no debe verse desde una lógica individualista, sino como un imperativo ético, político e institucional orientado a la consolidación de sociedades más democráticasjustas y cohesionadas. Sólo cuando asumamos esta responsabilidad colectiva podremos avanzar hacia una estructura más justa humana.