Mario Luis Fuentes
En el debate público sobre pobreza y desarrollo, las cifras suelen convertirse en el principal argumento de éxito o fracaso de las políticas públicas. En los últimos años, el discurso oficial ha enfatizado que la pobreza en México se ha reducido, particularmente como resultado del incremento del ingreso laboral en los hogares. Sin embargo, al observar otros indicadores estructurales, la imagen cambia y revela una paradoja: la pobreza monetaria disminuye, pero la desigualdad y la imposibilidad de acceso a derechos fundamentales, como la educación, se mantiene prácticamente inmóvil.
Los datos del INEGI, muestran para los años 2016, 2018, 2020, 2022 y 2024 los siguientes porcentajes de rezago educativo: 18.5%, 19.0%, 19.2%, 19.4% y 18.6%, respectivamente. Es decir, en prácticamente una década el rezago educativo se ha mantenido en el mismo nivel. Dicho de otro modo: en esa medición, uno de cada cinco mexicanos sigue sin contar con la escolaridad básica.
Aún más revelador es el dato que proporciona el Instituto Nacional para la Educación de los Adultos (INEA), que maneja un criterio distinto y más amplio: en diciembre de 2024, el 27.3% de la población de 15 años y más no había concluido la educación básica. Este porcentaje equivale a más de una cuarta parte de la población en edad productiva, lo cual significa que 27.3 millones de personas no cuentan con las herramientas mínimas para ejercer sus derechos con plenitud ni para desenvolverse en igualdad de condiciones en la sociedad contemporánea.
Este estancamiento es una señal de que, como país, hemos aceptado implícitamente que el desarrollo se mida de forma preferente por la capacidad de consumo, y no por la garantía efectiva de derechos. La reducción de la pobreza a partir de un aumento del ingreso laboral puede mejorar, de manera temporal, la calidad de vida material de las personas. Sin embargo, si no se acompaña de avances sustantivos en educación, salud, vivienda digna, seguridad social y otros derechos sociales, se corre el riesgo de perpetuar desigualdades estructurales que comprometen el futuro de las generaciones actuales y venideras.

Desde una perspectiva de derechos humanos, la educación no es solamente un medio para aumentar la productividad laboral o mejorar las posibilidades de inserción en el mercado de trabajo. Reducir su sentido a un instrumento económico es empobrecer su naturaleza. La educación es, ante todo, un proceso de formación integral que permite a las personas desarrollar capacidades de abstracción, comprensión de la complejidad, pensamiento crítico y creatividad. Es también un camino para el crecimiento espiritual, la construcción de una identidad autónoma y la participación consciente en la vida pública.
En sociedades democráticas, la educación constituye una condición para el ejercicio de la libertad. Un ciudadano con educación insuficiente enfrenta de mejor manera obstáculos para comprender la información que le rodea, para interpretar fenómenos sociales y políticos, y para tomar decisiones libres e informadas. Esto no se reduce al ámbito electoral: implica la capacidad de interactuar con la diversidad cultural, de construir consensos, de resolver conflictos de forma pacífica y de participar activamente en la vida comunitaria.
En este sentido, el rezago educativo persistente significa que una proporción considerable de la población mexicana está limitada no solo en su acceso a mejores empleos, sino en su capacidad para ejercer plenamente su ciudadanía. Así, aunque el ingreso promedio pueda aumentar y con ello se reduzca la pobreza monetaria, la pobreza de capacidades y derechos persiste, minando las bases de un desarrollo auténticamente incluyente y sostenible.
Además, los datos del INEA muestran que la magnitud del problema es incluso mayor de lo que refleja la medición oficial de pobreza multidimensional. Esto sugiere que el criterio y la ponderación del rezago educativo en dicha medición podrían estar subestimando el impacto real de esta carencia. Si el 27.3% de la población adulta no tiene educación básica, significa que hay un déficit educativo estructural que la política social no ha logrado revertir, pese a los avances en otros frentes.

Por ello, es necesario abrir un debate serio sobre el método de medición de la pobreza en México. La actual ponderación otorga un peso central al ingreso, lo que genera un sesgo hacia la idea de que las transferencias monetarias o el incremento salarial pueden, por sí mismos, resolver la pobreza. Si bien es innegable que mejorar los ingresos es fundamental para garantizar condiciones materiales dignas, la pobreza no puede definirse únicamente en términos de capacidad de compra.
Un enfoque centrado en derechos exigiría que los indicadores de pobreza ponderen con mayor peso el acceso efectivo a servicios de salud de calidad, a educación pertinente y de excelencia, a vivienda adecuada y a seguridad social. No se trata de ignorar el ingreso, sino de equilibrarlo con otros elementos que son igual o más determinantes para la dignidad y la libertad de las personas.
La experiencia internacional demuestra que sociedades con altos niveles educativos y sistemas de salud universales tienen mayor resiliencia económica y social, incluso en contextos de crisis. En cambio, los países que concentran sus esfuerzos en aumentar el ingreso sin fortalecer la base de derechos corren el riesgo de generar bienestar frágil, vulnerable a choques económicos, sanitarios o climáticos.
En conclusión, reducir la pobreza monetaria sin avanzar en la erradicación del rezago educativo es como construir un edificio alto sobre cimientos débiles. La educación no puede seguir siendo el eslabón débil de la política social; debe ocupar un lugar central en las estrategias de desarrollo. Y, más aún, la medición de la pobreza debe ser revisada para reflejar de manera más fiel la realidad de las carencias que limitan la vida de las personas. Medir la pobreza no es un ejercicio técnico neutro: es una decisión política que define qué consideramos indispensable para vivir con dignidad. Si de verdad queremos un México más justo, la libertad y la educación deben tener el mismo peso que el ingreso en esa ecuación.