El reacomodo del IMSS-Bienestar: ¿El fin del doble mando?

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Dr. Juan Manuel Lira Romero

La salud pública en México ha estado marcada en cada sexenio por complejidades institucionales. Por muchos años cada gobierno ha tratado de resolver de una vez por todas el acceso universal y efectivo a la atención médica para quienes carecen de seguridad social. En esta historia de intentos y reconfiguraciones, la creación del IMSS-Bienestar en el 2022 se erigió como la apuesta más reciente y ambiciosa de la Cuarta Transformación para brindar acceso a servicios de salud de millones de mexicanas y mexicanos.

Nacido de las cenizas del INSABI, su objetivo era claro: unificar y fortalecer los fragmentados sistemas estatales de salud bajo un modelo federalizado y con el acompañamiento y la “marca” del gigante de la seguridad social, el IMSS.

Sin embargo, a tres años de su implementación, un decreto publicado el pasado 15 de agosto del 2025 por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum, ha reordenado el tablero del poder, revelando las tensiones inherentes al diseño original. 

El cambio, aunque técnico en apariencia, es profundo: la presidencia de la Junta de Gobierno del IMSS-Bienestar deja de estar en manos del director general del IMSS y regresa a su cauce natural, la Secretaría de Salud. 

Esta decisión no es un mero ajuste administrativo; es el reconocimiento de que el modelo inicial, centrado en el protagonismo de una institución, generó una “paradoja de doble mando” que limitó sus resultados y desdibujó la rectoría sanitaria del Estado.

Durante el periodo 2022-2025, la gobernanza del nuevo organismo estuvo marcada por una contradicción fundamental. Por un lado, el IMSS, con su vasta experiencia operativa y su enorme peso político, asumió un rol protagónico en la federalización de los servicios. 

La Junta de Gobierno, presidida por el director general del IMSS, contaba con mayoría de directores normativos del IMSS Ordinario, lo que convirtió al IMSS-Bienestar en una extensión de facto del instituto, aunque legalmente tuviera personalidad y patrimonio propios. Esta estructura buscaba aprovechar la capacidad y el “know-how” del IMSS para una rápida implementación.

Por otro lado, la Secretaría de Salud, constitucionalmente la entidad rectora de la política sanitaria nacional quedaba en una posición secundaria, casi como un espectador en la toma de decisiones estratégicas del naciente Organismo Público Descentralizado (OPD).

Este diseño generó una disociación entre el activismo político y los resultados sanitarios. Mientras veíamos un despliegue mediático y una intensa actividad de adhesión de estados al nuevo modelo, en la práctica, los hospitales, centros de salud y el personal de salud se enfrentaba a directrices que a menudo respondían a dos lógicas distintas: la de la seguridad social contributiva del IMSS (población trabajadora formal) y la de la salud pública no contributiva (población sin trabajo formal). 

Esta dualidad de mando complicó la gestión de recursos, la homologación de procesos y, lo más importante, no se tradujo en la mejora tangible y generalizada que la población esperaba en el abasto de medicamentos, reducción de tiempos de espera y calidad de la atención.

Estos resultados se confirman en la reciente Encuesta de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) del 2024: Si bien la carencia por acceso a servicios disminuyó en varias entidades, solo el 5 por ciento de la población se reconoce como afiliada al IMSS-Bienestar; mientras que el 58 por ciento de los pacientes atendidos en esa institución tuvo que pagar por sus medicamentos. 

Evaluaciones externas de la Auditoría Superior de la Federación señalaron deficiencias en planeación, ejecución presupuestal y capacidad de respuesta. Es decir, hubo un liderazgo organizativo y de negociación, pero sin correlato claro en la mejora de la calidad ni de la cobertura efectiva.

El decreto del 15 de agosto busca corregir precisamente estas anomalías. Al devolver la presidencia de la Junta de Gobierno a la Secretaría de Salud y reequilibrar su composición, se envía un mensaje claro: la política de salud para la población sin seguridad social debe ser conducida por el órgano rector del Estado, no por una institución, por más emblemática que sea. 

Este reacomodo no debe interpretarse como un menoscabo a la invaluable aportación del IMSS, sino como la restauración de un principio básico de la administración pública: la coherencia y la claridad en las líneas de mando y responsabilidad.

El decreto no puede leerse únicamente como un ajuste de organigrama. Se trata de un viraje en la concepción misma de la rectoría del sistema de salud: del protagonismo político-administrativo del IMSS, a la conducción técnica y estratégica de la Secretaría de Salud. El primer modelo permitió echar a andar al OPD, pero sin evidencias robustas de mejoría en cobertura ni en calidad. El nuevo diseño corrige la asimetría y recupera la rectoría sanitaria, aunque a costa de posibles tensiones operativas y políticas.

Si el nuevo modelo logra reducir el gasto de bolsillo, mejorar la disponibilidad de medicamentos y ofrecer servicios oportunos, entonces podrá decirse que la rectoría formal de la Secretaría de Salud se convirtió en rectoría efectiva.

La historia juzgará si se supo convertir esa responsabilidad en bienestar efectivo para la población y en alivio real para cada paciente y cada familia que depende del sistema de salud público.