Teresa López Barajas / Ethos Innovación en Políticas Públicas
Una se cree experta anticorrupción hasta que recibe una llamada de su hermana a las 11 de la noche. “Un policía me quiere llevar al juzgado cívico”, me dijo con la voz entre molesta y asustada. La acusación: supuestamente había tomado en la vía pública. La realidad: apenas iba llegando con sus amigos a un bar gay para celebrar un cumpleaños. No hubo botella de alcohol abierta ni falta administrativa real, lo que hubo fue una patrulla y un uniforme que, en cuanto vio a un grupo de jóvenes con actitud fiestera en el centro de la ciudad, decidió ejercer el poder, desde la noción de saberse impune.
La solución que les dio era sencilla, consistía en entregarle dinero a cambio de dejarlos ir. No un acta, no un proceso, no un cauce legal. Dinero en efectivo, directo y sin intermediarios. En otras palabras, extorsión.
En ese momento me invadió una mezcla de indignación y vergüenza. Yo, que paso el día entero hablando de marcos normativos, de instituciones de control, de convenciones internacionales contra la corrupción, me veía impotente ante el caso más básico y brutal de corrupción, un policía pidiendo mordida a media calle. No había tratados internacionales ni índices de percepción que resolvieran la urgencia de esa llamada. Lo que estaba en juego era algo más concreto, la seguridad de mi hermana en un país donde, según datos del Centro Prodh, 8 de cada 10 mujeres detenidas sufren tortura sexual por parte de los elementos de seguridad, ya sean castrenses o civiles.
Esta anécdota es un recordatorio incómodo de cómo la corrupción no sólo se manifiesta en las grandes tramas de huachicol fiscal o en los contratos amañados, sino que está también en la cotidianeidad, en el policía que vemos diario, en el uso del uniforme como pasaporte para abusar del poder, pero, sobre todo, en la desconfianza generalizada, por algo la frase “me cuidan mis amigas, no la policía” ha tenido tanta resonancia en México.
La corrupción cotidiana donde, según el INEGI, el 59.4 % de las personas ha sufrido corrupción por algún tipo de contacto con autoridades de seguridad pública en México, no sólo erosiona la confianza en las instituciones, también reproduce desigualdades sociales y violencias machistas. Es el vehículo mediante el cual la autoridad se convierte en amenaza, no en garantía de seguridad. Cada mordida no es sólo la pérdida de dinero; es un acto que refuerza la idea de que la ley no protege a todas las personas por igual, que quienes deberían cuidarnos pueden ser los primeros en ponernos en riesgo, es la fragmentación del Estado de derecho.
Es fácil hablar de estrategias nacionales, de sistemas anticorrupción y de compromisos internacionales. Es más difícil reconocer que mientras no erradiquemos estas prácticas en lo micro, en el día a día, toda gran reforma será frágil. Porque no basta con contar con una política nacional anticorrupción o con instituciones que lleven por nombre como estandarte la lucha anticorrupción, sino en que nadie tenga que llamar a su hermana a las once de la noche para pedir ayuda porque un policía exige dinero a cambio de respetar sus derechos humanos.
*Teresa López Barajas (@tereLpez) es investigadora en Ethos Innovación en Políticas Públicas (@EthosInnovacion).