Inundaciones: la traición del Estado

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Gabriela Salido

Las intensas lluvias que azotaron a Veracruz, Puebla, Hidalgo, San Luis Potosí y Querétaro no fueron una sorpresa; fueron una sentencia anunciada.

Este desastre hidrometeorológico, que ha costado la vida de al menos 66 personas y ha dejado a más de 75 no localizadas (cifras que aumentan diariamente), expone la más cruda verdad: la imprevisión y la inacción gubernamental han convertido el riesgo natural en una catástrofe social y política recurrente.

​El foco de la crítica debe pasar de la “fuerza de la naturaleza” a la debilidad del Estado. El punto más crítico de esta crisis es la falta de un protocolo de aviso efectivo y obligatorio.

El silencio del Sistema de Alerta, a pesar de los pronósticos de precipitaciones récord y el riesgo extremo, así como los testimonios de los damnificados, convergen en un mismo punto: no hubo una alerta temprana, clara y masiva que diera el tiempo suficiente para la evacuación.

La gente en Poza Rica grabó el agua invadiendo sus calles y superando los niveles de sus casas, obligándolos a subir a los techos, una reacción de pánico y no un plan de contingencia.

Las muertes por deslave en las zonas serranas (Hidalgo, Puebla) son un testimonio de la falta de inversión en mitigación de riesgos geológicos.

Los gobiernos estatales y municipales fallaron en la reubicación de asentamientos de riesgo y en la simple estabilización de laderas y cerros, a pesar de que estos fenómenos se repiten año tras año. La protección civil, en muchos municipios, se reduce a un mero instrumento de reparto de ayuda, y no a un órgano de prevención y planeación territorial.

La CFE reportó afectaciones al suministro eléctrico para más de 300 mil usuarios en los estados impactados. Las afectaciones en carreteras y caminos se miden en decenas de interrupciones en la red federal y estatal, afectando la conectividad de comunidades que quedaron incomunicadas (alrededor de 90 comunidades solo en Hidalgo).

Lo verdaderamente crítico no es que haya llovido, sino que cada inundación revela que no existe una voluntad política real para priorizar la vida sobre la urbanización desordenada y la corrupción en la obra pública.

Los gobernadores de estos estados tienen una responsabilidad ineludible.

Las inundaciones son la prueba de que en México la vida de los ciudadanos en zonas vulnerables tiene un valor inferior al del presupuesto y la conveniencia política. Es un Estado de Emergencia Permanente que los gobiernos estatales han permitido y perpetuado.

La respuesta de las autoridades, en lugar de ser una acción de Estado, se ha convertido en un espectáculo de “politiquería de la desgracia”. El envío de brigadas de Servidores de la Nación y la promesa de apoyo directo en efectivo, no sustituyen la planificación de largo plazo ni la obligación constitucional de proteger a la población.

Detrás de cada cifra —los 66 fallecidos, las 75 personas no localizadas y las más de 100 mil viviendas afectadas— se esconde una vida pulverizada por la indiferencia oficial. Es un padre de familia en Poza Rica que ve su patrimonio desvanecerse en el lodo tóxico, una madre en la Sierra Norte de Puebla que no encuentra a su hijo tras el deslave, y una comunidad entera en Hidalgo obligada a dormir en un albergue improvisado sin saber cuándo ni cómo podrán regresar a su vida cotidiana. 

El dolor de estas familias no es solo físico o material; es la profunda herida de la traición institucional. Lo más cruel de esta catástrofe no es la fuerza del agua, sino la angustia de saber que este sufrimiento era evitable si la autoridad, a la que le pagaron para protegerlos, no hubiera fallado sistemáticamente en advertir, planear e invertir.

En el drama de la reconstrucción que se avecina, lo que se debe sanar no es solo la infraestructura, sino la confianza rota entre el ciudadano y un Estado que lo ha abandonado a su suerte.

Especialista en temas de Planeación y Desarrollo