Rubén Islas
La discusión sobre el papel de la Constitución suele centrarse en la necesidad de “controlar” o “domar” el poder político. En el imaginario liberal clásico –al estilo de James Madison– el gobierno siempre está bajo sospecha, concebido como un potencial adversario de los ciudadanos que debe ser frenado y vigilado constantemente. Según esa visión, habría que poner “ambición contra ambición” para que ningún poder abuse de otro, partiendo de la premisa de que “si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno”.
Este enfoque conduce a la idea de un Poder Judicial convertido en “perro guardián” de la constitucionalidad, encargado de mantener a raya a los gobernantes electos. Sin embargo, esta concepción pasa por alto un aspecto fundamental: el Estado, en una democracia constitucional, ejerce el poder en nombre del interés general, no contra él. En lugar de presuponer un conflicto irreconciliable entre gobernantes y gobernados, conviene repensar la Constitución no como un instrumento para anular o someter al poder político, sino como un medio para racionalizarlo y encauzarlo mediante el Derecho.
Lejos de ser una jaula diseñada para inutilizar al poder político, la Constitución es en esencia la racionalización del poder mediante normas jurídicas, no su eliminación. Esto significa que ordena el ejercicio del poder imponiendo reglas, procedimientos y límites, a la vez que crea y otorga derechos y garantías exigibles por los gobernados. En una democracia constitucional moderna, los gobernados son al mismo tiempo los gobernantes en sentido amplio –a través de sus representantes elegidos–, de modo que al constitucionalizar el poder la propia comunidad política se autoimpone reglas de convivencia. La Constitución, en lugar de “encadenar” al Leviatán estatal, le da forma y sentido al poder: establece quién y cómo puede ejercerlo, con qué fines y hasta dónde llegan sus facultades legítimas.
Las normas constitucionales no buscan anular la política, sino someterla a criterios de razón jurídica. El acto de constitucionalizar es precisamente traducir la fuerza política en principios, derechos y procedimientos legales. De esa manera, el poder deja de ser arbitrario y se vuelve predecible, limitado y orientado al interés público. Pero es crucial entender que esta limitación es autolimitación: el pueblo, a través de sus procesos constituyentes, decidió darse un orden que racionaliza su propio poder político. La Constitución no es un enemigo del poder público; es su arquitectura legal, el engranaje que permite el funcionamiento adecuado del Estado en favor de la sociedad y que convierte la fuerza en autoridad legítima.
Un ejemplo claro de esta racionalización es cómo concibe la Constitución mexicana los derechos ciudadanos. Históricamente, el texto fundamental “otorga garantías y derechos a las personas”, en lugar de asumir que estos existen por sí mismos al margen del orden jurídico. Esta frase –“garantías que otorga”– revela que la Constitución actúa como dadora de derechos subjetivos, positivando las libertades y protecciones de las que gozarán los ciudadanos.
En la tradición iusnaturalista se suele decir que el texto constitucional “reconoce” derechos preexistentes; pero la realidad material e histórica demuestra que es el orden constitucional el que inventa, crea, otorga y hace efectivos esos derechos. Sin Constitución (y sin leyes derivadas) las supuestas libertades naturales serían una mera abstracción metafísica. Por tanto, la Constitución racionaliza el poder también creando derechos y delimitando obligaciones, integrando así la fuerza del Estado con las demandas de justicia de la sociedad.
