Pascal Beltrán del Río
El reciente embate de intensas lluvias en varios estados del país, sumado a la dolorosa memoria de catástrofes como el huracán Otis, nos obliga a mirar con crudeza una realidad insostenible: México está gestionando la protección civil con una visión meramente reactiva.
Mientras el país se debate en las prioridades del gasto público, el riesgo de desastres se ha convertido en una amenaza existencial, magnificada por los efectos innegables del cambio climático. Es hora de dejar de ser un país de damnificados y tomar una decisión financiera y moralmente correcta: incrementar, de manera urgente y sustancial, los recursos destinados a la prevención.
La debilidad de nuestra estrategia queda brutalmente expuesta por la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres (UNDRR), a través de su más reciente Informe de evaluación regional sobre el riesgo de desastres en América Latina y el Caribe, en el que se advierte que México destina a la prevención apenas un 1% de su presupuesto para la atención de emergencias.
El 99% se utiliza en la respuesta a los desastres, lo que nos coloca como uno de los países de Latinoamérica que menos invierte en este rubro. Al invertir casi todo en la reacción, estamos optando por el camino más costoso y, sobre todo, el que garantiza la mayor pérdida de vidas y el mayor retroceso en el desarrollo. Los expertos coinciden en que prevenir un desastre es entre cuatro y siete veces más económico que responder a él.
En el actual contexto de urgencia, resulta atinado que la presidenta Claudia Sheinbaum haya anunciado ayer que se fortalecerán los atlas de riesgo y se creará un sistema de alertamiento por lluvias a través de teléfonos celulares.
Respecto a los atlas de riesgo, la necesidad de su impulso es crítica. El trabajo de mi compañero Andrés Mendoza, publicado ayer en nuestro periódico, revela una falla estructural: sólo 25% de los municipios del país tiene uno, y lo que es peor, la enorme mayoría de las guías que existen no están actualizadas, algunas de ellas elaboradas hace 14 años o más.
Es imposible prevenir lo que no se conoce. Si el riesgo está mal mapeado, o si la información tiene más de una década de antigüedad, las autoridades municipales operan a ciegas, como lo demostraron las recientes afectaciones en estados como Veracruz e Hidalgo. Fortalecer y, sobre todo, garantizar la actualización constante de estos atlas es una medida esencial.
En cuanto al sistema de alertamiento por lluvias vía celular, es correcto que se adopte una estrategia de vanguardia como el que propuse aquí hace apenas una semana. Un sistema de alerta temprana multiamenaza puede reducir el impacto económico hasta en 30% y disminuir la mortalidad por ocho. Usar la tecnología móvil no es un lujo, es una obligación de Estado para proteger a la ciudadanía.
Pero no basta lanzar ideas: hay que dotarlas de recursos. Ahora que se está construyendo el Presupuesto de Egresos de la Federación del año entrante, el Congreso y el Ejecutivo tienen la oportunidad de corregir la inercia del uno por ciento. La prevención no puede seguir siendo un rubro marginal. Se requiere contemplar una partida presupuestal robusta y etiquetada para la prevención y mitigación de desastres, con especial énfasis en la actualización de la infraestructura, los sistemas de alerta temprana y la capacitación local. El argumento de la falta de dinero es falaz cuando el costo de no actuar es infinitamente mayor.
La vida y el patrimonio de los mexicanos deben estar por encima de cualquier otra ambición de infraestructura. Si esto implica tener que posponer o reestructurar proyectos sexenales de gran calado, como la construcción de trenes, que así sea. Proteger a los mexicanos de los embates que se incrementarán en número y fuerza por el efecto del cambio climático no es una opción; es la primera y más urgente obligación del Estado. Dejar de pagar tragedias para empezar a prevenirlas es la inversión más rentable y ética que México puede hacer hoy.
