Más allá del Coneval: retos para repensar lo social y su medición

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Mario Luis Fuentes

La decisión de extinguir al Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) y transferir sus funciones al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) representa una inflexión profunda en la arquitectura institucional del combate a la pobreza y el desarrollo social en México. En efecto, no se trata de un simple reacomodo administrativo, sino de un giro con implicaciones filosóficas, sociológicas, políticas y éticas de gran calado.

Es necesario reflexionar críticamente sobre esta decisión con la conciencia plena de lo que está en juego: el derecho de millones de personas a que su situación de vida sea diagnosticada con rigor, objetividad y pluralidad, como punto de partida de toda política pública responsable.

Desde su creación, el Coneval fue una institución sui generis. Su legitimidad descansaba en un modelo de gobernanza híbrido e innovador, en el que se integraban tanto representantes del sector público como un grupo de consejeras y consejeros académicos de alta especialización y con prestigio nacional e internacional. Esta integración plural garantizaba un equilibrio que blindaba las mediciones y evaluaciones frente a los intereses político-electorales de corto plazo. La presencia de expertos con diferentes enfoques epistemológicos, ideológicos y metodológicos permitió un diálogo respetuoso y fértil entre distintas formas de entender lo social, la ciencia y la política. Esa pluralidad era, en sí misma, un valor democrático.

Desde la perspectiva de la filosofía de la ciencia y la sociología del conocimiento, el Coneval fue una apuesta por una epistemología pública en el combate a la pobreza. Se reconocía así que el conocimiento científico debe ser socialmente útil y políticamente responsable, pero sin perder su autonomía crítica. Era también una forma institucional de reconocer que la pobreza no es solo una cifra, ni un número en una base de datos, sino una condición multidimensional que debe ser leída desde distintas miradas: económicas, educativas, de salud, de vivienda, pero también desde las experiencias concretas de privación, exclusión, estigmatización y negación de derechos.

Pese a sus fortalezas, el Coneval operó durante casi dos décadas en un entorno de desdén por parte de los gobiernos en turno. Salvo excepciones puntuales, los hallazgos derivados de las evaluaciones -especialmente los informes sobre la evolución de la pobreza, la eficacia de los programas sociales y los obstáculos estructurales al desarrollo social- fueron sistemáticamente ignorados, minimizados o instrumentalizados. La mayor parte de los gobiernos federales vio en el Coneval no una guía técnica para mejorar las políticas públicas, sino una fuente de incomodidad política. De ahí que muchas de sus evaluaciones permanecieran sin consecuencias prácticas. Esta paradoja -una institución de excelencia técnica cuyas recomendaciones no eran tomadas en cuenta- revela una falla estructural del Estado mexicano: la distancia entre el diagnóstico experto y la voluntad política transformadora.

La extinción del Coneval representa entonces no solo una pérdida institucional, sino una regresión epistémico-democrática. Al trasladar sus funciones al INEGI, lo que se gana en centralización de funciones y ahorros presupuestales, podría perderse en especialización, independencia y capacidad crítica. El INEGI es, sin duda, una institución técnica de alto nivel, pero su misión fundamental es la generación de datos estadísticos, no la evaluación cualitativa y normativa de las políticas sociales. Existe el riesgo real de que las mediciones de pobreza pierdan la profundidad crítica que caracterizó al Coneval, y que se imponga una visión meramente cuantitativa y neutralizante de los fenómenos sociales, despolitizando lo que debe ser comprendido como el resultado de decisiones estructurales y de omisiones éticas del poder.

Por todo ello, esta transformación debe ser el detonante de un debate nacional mucho más amplio: ¿Qué entendemos hoy por pobreza? ¿Qué significa el bienestar en una sociedad democrática? ¿Qué tipo de mediciones necesitamos para hacer efectivo el paradigma constitucional vigente, basado en los derechos humanos? No basta con medir el ingreso o con construir líneas de pobreza arbitrarias y que responden a criterios en torno a lo mínimo indispensable para la vida. Es necesario desarrollar nuevas herramientas que den cuenta de las privaciones estructurales, de las violencias simbólicas, de las exclusiones históricas, y de los procesos de vulneración de derechos en contextos específicos: indígenas, urbanos, rurales, infantiles, migrantes, de género.

Este debate no debe quedar restringido al ámbito tecnocrático. Involucra decisiones filosóficas fundamentales. Medir la pobreza es, en el fondo, responder a la pregunta de qué condiciones consideramos mínimas para una vida digna. Implica definir qué entendemos por justicia social, por igualdad sustantiva, por libertad real. Y esas no son preguntas neutras: son preguntas profundamente políticas, que requieren de instituciones capaces de deliberar con libertad, de resistir presiones ideológicas y de traducir el conocimiento experto en rutas de acción transformadora.

Desde una perspectiva ética, la desaparición del Coneval puede leerse como un debilitamiento del derecho de los más pobres a ser visibilizados con verdad. Porque lo contrario a la evaluación imparcial no es solo la ignorancia, sino la manipulación del dato, la banalización del sufrimiento, y la consolidación de un Estado que decide actuar sin rendición de cuentas. Defender la existencia de órganos evaluadores autónomos es, en última instancia, defender el derecho de las y los ciudadanos a conocer cómo se usan los recursos públicos, qué impacto tienen las políticas sociales, y qué caminos pueden tomarse para transformar estructuras de desigualdad profundamente arraigadas.

México se encuentra hoy ante una encrucijada. Puede optar por profundizar la centralización tecnocrática de la producción estadística, o puede abrirse a un proceso de refundación institucional que recupere lo mejor del Coneval -su pluralidad, su rigor y su compromiso ético- para crear nuevas formas de medición más integrales, democráticas y vinculadas a los derechos humanos. Lo que está en juego no es menor: se trata de la posibilidad de construir un país en el que la pobreza deje de ser el destino de millones, y se convierta en un problema del que nos hacemos colectivamente responsables.

Investigador del PUED-UNAM