Autoridad sin ley, poder sin Estado

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Jorge Javier Romero Vadillo

Carlos Manzo, Alcalde de Uruapan, fue asesinado la noche del 1 de noviembre, durante la celebración de la víspera del Día de Muertos. Estaba con su familia, en un espacio público, en una ciudad que se ha habituado a convivir con el miedo. Había recibido amenazas y supuestamente contaba con protección oficial. Nada de eso impidió su ejecución. Desde 2018, más de setenta autoridades municipales han sido asesinadas en México. La violencia ya no irrumpe de vez en cuando: es constante. Se entreteje con la vida institucional. Se asume, se normaliza, se espera.

La violencia contra actores políticos sigue una lógica de control territorial. Apunta a quienes desoyen las condiciones impuestas por los poderes reales del entorno. No responde a confrontaciones ideológicas ni a diferencias programáticas. Se dirige a posiciones estratégicas. Candidatos, alcaldes, regidores, síndicos: el blanco es el cargo. En muchas regiones, el mando se decide antes de los comicios. La autoridad sólo prospera si se ajusta a los equilibrios preexistentes. Donde el Estado no llega, otros fijan reglas, administran recursos, imponen castigos. Gobiernan sin nombramiento, pero con poder efectivo.

El crimen organizado no “penetró” al Estado: creció en sus grietas. Se nutrió de su debilidad, de su forma de operar, de su inercia. Emergió desde dentro, como parte de un proceso largo y adaptativo. No siguió un plan maestro, pero sí una trayectoria: acomodos, omisiones, arreglos tácitos. Se asentó en los márgenes y avanzó al centro. Hoy forma parte del entramado efectivo, no el que dibujan las leyes, sino el que impone las reglas reales.

En el origen está la prohibición. La llamada guerra contra las drogas fue el laboratorio donde se incubaron las redes criminales más eficaces del continente. A cambio de una promesa de orden, se sembró caos. Se criminalizó a campesinos, jóvenes, usuarios. Se endurecieron las penas, se multiplicaron las agencias. Pero el consumo no disminuyó. Y el negocio creció. Las organizaciones criminales prosperaron al amparo del Estado punitivo. No a pesar de él.

El discurso de guerra encubría una agenda de control y simulación. Fingía combatir al crimen mientras reorganizaba el poder territorial. Transformó un problema de salud pública en una amenaza de seguridad nacional. Aplicó una lógica bélica a fenómenos sociales. El resultado fue la multiplicación de actores armados con control territorial, capacidad operativa y racionalidad económica. Cuando el mercado de drogas ilegales se volvió insuficiente, llegaron otros negocios: extorsión, tráfico de migrantes, minería, contrabando, cobro de piso. Todo con lógica empresarial: diversificación, subcontratación, expansión. Y todo dentro de un arreglo donde la desobediencia se negocia, la protección se compra y la ley se aplica de forma selectiva.

El Estado mexicano nunca ha logrado consolidar una estructura eficaz capaz de imponer el orden jurídico de forma universal. Lo que ha habido es un régimen de acceso limitado, sostenido en redes de patronazgo más que en instituciones. La obediencia siempre negociada, la protección siempre un privilegio. Con el fin del monopolio político, el aparato estatal no se fortaleció: se fragmentó. Emergieron múltiples actores —formales e informales— que disputan el control de rentas y territorios. No hubo transición al Estado de derecho, sino un acomodo disfuncional: una competencia desordenada, sin horizonte institucional.

El Gobierno de López Obrador no elaboró una estrategia de pacificación. Reinstaló un viejo arreglo de tolerancia selectiva. La expectativa era sencilla y riesgosa: si el Estado no confrontaba, la violencia disminuiría por inercia. No hubo voluntad de disuasión ni capacidad de regulación. La Guardia Nacional heredó los vicios del despliegue militar: presencia sin control, rutina sin inteligencia. Los programas sociales se plantearon como paliativo, sin asumir que la disputa en curso es por gobierno. Porque eso hacen los grupos armados: gobiernan. Establecen jerarquías, imponen normas, dictan sentencias. El Estado no los pudo enfrentar, por eso negoció con ellos sin reglas claras, sin control democrático, sin reforma institucional. Delegó funciones y asumió el repliegue como política.

Lo que hay no es una lucha entre el Estado y el crimen, sino una coexistencia ambigua. En muchas zonas, el Estado no combate al crimen: convive con él, lo acomoda, le cede funciones. La violencia no es disfunción: es forma de regulación. Se castiga al que no obedece. No hay anarquía: hay orden sin ley.

Claudia Sheinbaum ha asumido el mando con la misma receta: continuidad militar, retórica social, subordinación política de la seguridad. No hay diagnóstico claro ni voluntad de reforma. Tampoco señales de que quiera construir un Estado civil capaz de gobernar con apego al orden jurídico y a los derechos humanos. Se mantiene la estrategia militar fallida, como si el despliegue bastara para contener una violencia enraizada. El poder criminal no se combate con slogans ni con presencia simbólica: se confronta con reglas, instituciones, autoridad legítima. Mientras la seguridad siga subordinada al cálculo político y la ilegalidad se tolere como parte del arreglo, la expansión criminal seguirá su curso.

Una estrategia real tendría que empezar por reconstruir la autoridad del Estado civil: con presencia, capacidades, reglas claras. Tendría que revisar el régimen prohibitivo que convirtió al crimen en empresa. Y, sobre todo, asumir que sin una reforma profunda del poder legal, no hay forma de disputar el terreno a quienes ya lo ocupan. Todo lo contrario de lo que está ocurriendo, con la destrucción del Poder Judicial y la entrega de capacidades civiles a las fuerzas armadas.

El asesinato de Carlos Manzo ha sido una expresión más del arreglo dominante: el equilibrio inestable entre poderes fácticos y un Estado enclenque, que regula poco y administra menos. No fue una anomalía, sino una práctica asentada en territorios donde el mando no proviene de la ley, sino de la fuerza y el acuerdo. Mientras ese arreglo siga intacto —mientras no se reforme el poder legal para disputar el control que ya ejercen otros—, escenas como esa seguirán marcando la vida cotidiana del país.