¿Cuál es el origen del “abrazos, no balazos”?

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Héctor Alejandro Quintanar

Hoy México mantiene como principal problema el de la inseguridad pública. A pesar de que de 2018 a hoy se detuvo el ascenso exponencial de los crímenes de alto impacto y, en siete años, éstos han descendido notablemente, sobre todo en el último año, no puede negarse que aún hay un dolor social diario que nos aqueja a todos y cuya resolución urge acelerarse.

Pero así como es mezquino negar que persiste la gravedad del problema, también lo es omitir las notables mejoras a ese respecto en la llamada Cuarta Transformación. Decirlo no es una aseveración tibia que busca quedar bien con todos. Es una verdad asequible que, desde el poder y las instituciones, debe analizarse para saber qué profundizar y qué detener para darle celeridad a una resolución urgente.

El autor de esta videocolumna no es especialista en seguridad pública, por lo que una opinión responsable al respecto debe limitarse a la arista de este tema que sí se conoce. Hoy el país vuelve a vivir una efervescencia enorme en este tema, debido al artero, brutal y siempre inadmisible asesinato del Alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Y antes de emitir cualquier análisis al respecto, este espacio condena el crimen y exige justicia.

De acuerdo con datos del portal Ciudadanos Observando, en el sexenio de Calderón fueron asesinados 24 alcaldes; en el de Peña Nieto 39; con López Obrador 17 y en el actual sexenio la cifra llega a 10. En una nota de Animal Político de 2016, se especifica que hasta ese año habían sido asesinados 82 autoridades locales, y que son cuatro las entidades de la República donde ha primado ese tipo de crimen: Oaxaca, Guerrero, Veracruz y Michoacán.

Todo crimen es lamentable y merece justicia. Y justamente por esa premisa es que resulta un oportunismo vil el blandir el asesinato de Carlos Manzo como una bandera de protesta, porque eso omite la cauda de munícipes asesinados en todos esos sexenios, donde las cifras alarmantes, de nuevo, comenzaron a disminuir a partir de 2018.

Dicho ello, y ante el hecho de que de nuevo vuelve a tratar de impugnarse la consigna de “abrazos, no balazos”, vale la pena ahondar en su origen y entender cuál es el eje rector de la llamada Cuarta Transformación para combatir el crimen, para de ese modo entender su perspectiva y evidenciar a los ignorantes de siempre, que, con una vulgaridad mental excesiva, se burlan del concepto o, peor, creen realmente que esa política implica dar abrazos a los delincuentes.

En el año 2007 arrancó la llamada “guerra contra el narco” del espurio Felipe Calderón, hecho que hoy, con la evidencia disponible y con García Luna en la cárcel por narcotráfico, podemos aseverar que no fue sino una farsa sangrienta que entregó el país al crimen organizado y sus efectos principales fueron el crecimiento exponencial de las células criminales y los delitos de alto impacto en todo el país.

En ese mismo año, se abrió un debate amplio en México respecto a esa decisión autoritaria y delictiva de Calderón. Y, más allá de la decisión en sí, también se abrió espacio a la reflexión sobre qué hace que la gente se integre al crimen organizado, y una hipotética respuesta solía apuntar a que suele ser la pobreza un factor explicativo.

En ese año de 2007, López Obrador inició los históricos recorridos municipio por municipio del país, que mantuvieron viva a la principal fuerza opositora en ese sexenio, y que tuvieron apogeos locales en el trienio de 2006-2009. Ahí, y más allá de las limitaciones propias de toda percepción, López Obrador y su entorno enfatizaron una cuestión paradójica, y ella era que había regiones en el país muy pobres, sobre todo en Oaxaca y Chiapas, que sin embargo se mantenían al margen del alza de la violencia que aquejaba en otras entidades de la república.

La pregunta resultante era obvia: ¿a qué se debía que ciertas comunidades pobres, a pesar de ello se mantuvieran ajenas a la dinámica del crimen organizado? La respuesta parecía estar en los valores de comunidad que imperaban en esas regiones, y la influencia de las tradiciones de los pueblos originarios. Sin romantizar, pero tampoco sin negar esta realidad, parecía así que una estrategia contra el crimen organizado debía centrarse no es un belicismo de derechas donde se simulan patrullajes y vigilancia en las calles; sino sobre todo reforzar esos valores de comunidad, porque éstos habían tenido efectos importantes en determinadas zonas del país.

La idea empezó a reflexionarse con más profundidad en el círculo de la izquierda partidista y el entorno del aún pre-candidato López Obrador, y un primer saque a ese respecto se hizo público en 2010, en el libro llamado “Nuevo proyecto de Nación”, cuyo primer capítulo estaba dedicado precisamente a pensar sobre el camino a la pacificación del país con base no sólo en la inclusión social, sino también en promover valores comunes distintos.

Este punto del proyecto de 2010 fue la base de una reflexión polémica, pero necesaria un año después, cuando en un histórico artículo publicado en noviembre de 2011 en el periódico La Jornada, López Obrador propuso la construcción de una “república amorosa”. El aserto no era un simple lema de campaña, sino una convocatoria abierta a pensar vías para la pacificación.

En ese momento, la derecha panfletaria en el país no hizo más que reaccionar con virulencia e ignorancia. Por ejemplo, Roger Bartra, futuro ideólogo del panista Ricardo Anaya, acusó que la llamada “república amorosa” era una simple quimera de derechas porque usaba un lenguaje que según él era religioso. Nunca se asomó Bartra a los orígenes empíricos de la reflexión de AMLO, que estaban en una realidad palpable en regiones concretas del país.

Mientras la reacción de la derecha mexicana osciló entre la burla y la caricatura, un grupo de intelectuales donde destacaron el sociólogo Armando Bartra -por cierto, primo de Roger- o el antropólogo Alfredo López Austin, dieron acuse de recibo a la propuesta de López Obrador; y, con toda seriedad, organizaron una serie de foros en marzo de 2012, sobre qué significaban los fundamentos de una república amorosa.

El resultado concreto fue un foro amplio, muy plural, donde participaron voces como la de la filósofa Nora Rabotnikof, el periodista Ricardo Raphael, el filósofo Gabriel Vargas; el pensador Enrique Dussel, la psicóloga Emma Manjarrez, la filósofa Raquel Serur, el escritor Honorio Alcántara, entre muchísimos otros. Los aportes de los partícipes devinieron en una serie de propuestas de todo tipo, enmarcadas en un libro que se llamó Los grandes problemas nacionales.

En esencia, los fundamentos de la república amorosa consistieron, en los hechos, en una propuesta seria y plural de una especie de Reforma Educativa, donde se ponderaran sobre todo valores inclusivos y progresistas, como el respeto a minorías, equidad de género, la historia como maestra de la política, la crítica al individualismo exacerbado o la discusión sobre el pasado colonial y sus implicaciones, entre otras muchas cuestiones.

Así, la república amorosa, a pesar de la presunta cursilería del nombre, devino en un proyecto que puede gustar o no, y que puede ser criticable, pero nadie puede regatearle su seriedad y un acierto en el diagnóstico sobre la necesidad de reformas contenidos educativos como elemento sustancial, junto con la mejora de condiciones materiales de vida, para lograr una pacificación del país.

En 2012 esa fue la idea, misma que se adecuó hacia 2018. Si López Obrador ganaba, la estrategia para combatir al crimen iba a ser la inclusión social, la mejora de la vida económica y un cambio educativo. A la propuesta se le puede criticar su apuesta a largo plazo, pero no se le puede negar seriedad ni falta de elementos ciertos.

Hoy, que el Gobierno de López Obrador ya terminó y el proyecto sigue vigente con Claudia Sheinbaum como Presidenta, es válido hacer un análisis sobre los éxitos, límites y retos de ese proyecto. En lo primero, sobresale una histórica reducción de la pobreza y una política juvenil sólida. En lo segundo, deben discutirse las instituciones y herramientas para combatir la inseguridad en el plazo inmediato, como la creación de una Guardia Nacional y sus atribuciones, por ejemplo.

Pero la lección que sí debe pregonarse hoy es la de desplazar para siempre el belicismo de derechas. Esa idea de que los patrullajes abiertos, la confrontación efectiva, los retenes militares o de la policía federal, el mostrar la capacidad de fuego son la solución, quedó ampliamente desmentida. No sólo porque cuando eso imperó, sobre todo de 2006 a 2012, la violencia aumentó en más del 200 por ciento; mientras que desde 2018 se redujo en un 9 por ciento; sino también porque, se insiste, hoy sabemos que esa supuesta guerra frontal al narco fue en realidad una simulación sanguinaria cuyos efectos persisten.

Hoy que, ante la indignación impostada de muchos por el asesinato de Carlos Manzo, pareciera que en el mejor de los escenarios se exige una vuelta a esos métodos sabidamente fracasados de combatir el crimen. En el peor de los escenarios, pareciera que se usará ese cobarde y vil acto para hacer agitación política miserable.

Lo que debe ponerse de relieve es la inercia absurda con que se ha entendido la propuesta de la izquierda en el poder para contener el crimen, que hoy, así como se ridiculizó y caricaturizó sin motivo a la república amorosa, ridiculiza y caricaturiza el “abrazos no balazos”. Ante eso, vale recordad la metáfora que podría explicar la situación en México: en términos de seguridad la llamada Cuarta Transformación es una especie de bombero que llegó a combatir un incendio. Se puede criticar la lentitud con que lo hace, o se puede analizar si se está lanzando el extintor en el punto correcto, o si se están llevando a cabo las urgencias pertinentes para salvar las vidas en riesgo.

Pero lo que no se puede hacer, es comparar al bombero que llegó a tratar de apagar el fuego, con el pirómano criminal y miserable que, deliberadamente, lo inició. Porque ese pirómano tiene nombre y se llama Felipe Calderón. Recordar esto no es echarle la culpa al pasado, sino hacer un buen diagnóstico sobre el estado de violencia para tratar de combatirla. Y eso lo sabía Carlos Manzo, quien de eso acusó, con razón y en 2022, al calderonismo.