Karolina Gilas
La reforma electoral ha vuelto, y con fuerza, al centro del debate público. Desde que la presidenta Claudia Sheinbaum designó una comisión presidencial para elaborar una nueva propuesta de reforma electoral, de sus declaraciones empezaron a perfilarse algunas direcciones: eliminar la representación proporcional, reducir el financiamiento a los partidos y, en general, disminuir el costo de las elecciones. La propuesta aún no se conoce, pero las señales que se han dado son motivo de preocupación.
Mientras el debate público se centra en estos temas más visibles, una amenaza menos comentada —pero no menos grave— pesa (nuevamente) sobre el sistema democrático mexicano: la posible desaparición de los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLES). Pablo Gómez, quien encabeza la comisión presidencial, ha declarado sin rodeos que “la desaparición de los OPLES es muy obvia; nadie puede decir para qué sirven” (El País, 6 de agosto). Esta afirmación refleja un preocupante desconocimiento de la historia electoral del país y de la función estratégica que desempeñan estas instituciones.
Los OPLES no son un lujo prescindible del sistema electoral mexicano: son una de sus bases más sólidas. Desde hace más de 25 años, estas instituciones han sido protagonistas en la construcción de la democracia desde lo local, adaptando los procesos a contextos diversos, desarrollando soluciones técnicas y promoviendo prácticas que luego se han nacionalizado. Su eliminación supondría la pérdida de un capital institucional irremplazable.

Una mirada a la historia demuestra que la democracia mexicana no se construyó desde el centro, sino desde la periferia. La primera victoria opositora fue municipal en Quiroga, Michoacán, en 1947; la primera alternancia estatal ocurrió en Baja California en 1989. Y fueron precisamente los institutos electorales locales los que sirvieron como laboratorios de innovación democrática: el Instituto Electoral de Baja California introdujo en 1991 la credencial de elector con fotografía, un año antes de que se implementara a nivel federal. El conteo rápido fue diseñado por el Instituto Electoral de Guanajuato. La urna electrónica, el voto extraterritorial, los mecanismos de democracia directa, las acciones afirmativas de género, las estrategias para personas con discapacidad visual: todo esto fue concebido y probado en el ámbito local.
Éstas no son anécdotas aisladas. Son evidencia de una dinámica institucional y de un capital humano altamente especializado que ha posicionado a los OPLES como una fuente constante de innovación. Pero no se trata solo de ideas técnicas: también han demostrado una capacidad notable para adaptarse a la diversidad cultural y territorial del país. En Chiapas y Oaxaca garantizan el desarrollo de elecciones bajo sistemas normativos indígenas, lo cual requiere conocimiento cultural profundo y relaciones de confianza construidas durante años. En Morelos se desarrolló la paridad de género horizontal. En la Ciudad de México implementaron el voto en el extranjero, que duplica la probabilidad de participación de migrantes; su sistema de voto por internet es único en el país desde hace más de 13 años; generaron materiales electorales accesibles que se han replicado a nivel nacional, así como metodologías para reducir los votos nulos. En Chihuahua han establecido convenios con universidades para generar conciencia cívica entre los jóvenes.
Frente a esta realidad, cabe preguntarse: ¿podría el INE, desde sus oficinas centrales, replicar esa cercanía territorial? ¿Comprender las dinámicas sociopolíticas de los 570 municipios de Oaxaca, la dispersión geográfica de Chihuahua o las complejidades socioculturales de Michoacán? ¿Implementar mecanismos participativos que respondan eficazmente a los distintos diseños normativos y contextos de cada entidad y municipio? Difícilmente, y menos aún si la desaparición de los OPLES estuviera acompañada de la eliminación de los órganos desconcentrados del INE, en particular de las juntas distritales, decisión que implicaría la pérdida de la capacidad operativa de las autoridades electorales en todo el país.
El argumento de la eficiencia económica tampoco resiste un análisis serio. El gasto por ciudadano varía notablemente entre las entidades: mientras Campeche registra 553 pesos por habitante, Guerrero opera con apenas 147 (según los análisis del Instituto Mexicano para la Competitividad). Estas cifras reflejan condiciones presupuestales dispares, pero no necesariamente una estructura sistemáticamente ineficiente. De hecho, trasladar todas las funciones al INE implicaría replicar estructuras en cada estado —con nuevos equipos, oficinas y personal capacitado—, lo que podría generar mayores costos y, sobre todo, una menor eficacia.
Además, los costos de operación del sistema electoral en nuestro país no son consecuencia de las decisiones de las autoridades electorales, como el INE y los OPLES, sino de las regulaciones que han establecido los partidos políticos con representación en el Congreso, lo que complejiza cada vez más las reglas operativas y amplía las tareas de los institutos. Por supuesto que la reducción de los costos es posible, pero no consiste en desaparecer la función electoral en el país, sino en simplificar —eso sí, mediante reformas a la ley electoral— varios de los procesos y procedimientos existentes, algo que el propio INE y los OPLES tienen identificado.
La propuesta de concentrar en el INE todas las funciones electorales es un evidente error de diseño institucional. Ninguna autoridad única podría asumir con solvencia la responsabilidad de organizar elecciones federales, estatales y municipales, así como los procesos de democracia directa en todo el país. El resultado sería una institución sobrecargada o, peor aún, una estructura incapaz de responder oportunamente y con calidad a las demandas de la ciudadanía.
Esto no significa que el modelo actual sea perfecto. Hay OPLES que enfrentan desafíos, entre ellos limitaciones presupuestales, presiones políticas y problemas de gestión. Pero esos problemas requieren correcciones, no su eliminación. Fortalecer la autonomía, la profesionalización y la rendición de cuentas de estos organismos es una solución sensata y democrática.
Además, desaparecer los OPLES implicaría alejar las instituciones electorales de la ciudadanía. Romper vínculos construidos con organizaciones sociales, comunidades indígenas, universidades y jóvenes electores. La democracia no se defiende solo con leyes, sino también con instituciones cercanas, accesibles y confiables.
Los OPLES encarnan el federalismo democrático: la posibilidad de que cada entidad adapte las reglas del juego político a su realidad, sin renunciar a los estándares nacionales. Representan una forma de garantizar que la democracia no sea una imposición uniforme desde el centro, sino un proceso construido con y desde los territorios.
Defender los OPLES es defender esa pluralidad institucional. Es reconocer que la innovación democrática no proviene únicamente de las élites políticas, sino también del trabajo sostenido de personas técnicas, consejerías y comunidades que han apostado por mejorar el proceso electoral desde abajo.
No eliminemos los OPLES. Mejorémoslos. Fortalezcamos su capacidad técnica, su independencia y su compromiso ciudadano. Porque en un país tan diverso como México, la democracia necesita muchas voces, muchos caminos, muchas instituciones. No una sola.
