El poder plateado en las urnas

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Claudia Calvin

México está envejeciendo y la política sigue actuando como si no hubiera pasado nada. No se trata solo de que el país tenga cada vez más personas mayores, se trata de que ese grupo se está convirtiendo en uno de los bloques electorales más grandes, más constantes y más relevantes de la vida democrática. Sin embargo, los discursos, las campañas y las políticas públicas siguen tratándolos como beneficiarios pasivos, no como ciudadanas y ciudadanos con agenda propia, con demandas claras y con un peso electoral que puede redefinir el rumbo político del país. Estamos hablando en este momento del 14 % de la población nacional.

La ciudadanía plateada vota, participa, sostiene procesos democráticos, pero rara vez es considerada como sujeto político pleno. Las instituciones electorales, los partidos y buena parte de la clase política continúan construyendo estrategias como si la población mexicana siguiera siendo mayoritariamente joven.

Ese grupo no es ni pequeño ni pasivo. El 33 % de las personas de 60 años  o más forman parte de la Población Económicamente Activa, una cifra que desmonta el estereotipo de la vejez como etapa de retiro absoluto o de inutilidad.

El peso político de esta generación es aún más contundente cuando se examinan los datos de participación electoral. En el proceso electoral concurrente 2023-2024 hubo un cambio en los patrones de comportamiento electoral. Los mayores porcentajes de participación los tuvieron los jóvenes de 18 años, que votan por primera vez, con el 61.53 %, y las personas entre los 60 y 79 años, quienes alcanzan porcentajes entre el 71 % y 76 %. Hubo un aumento en la participación de personas adultas mayores en 2024 con respecto a las elecciones de 2018. Los grupos de edad de 60 a 79 años superaron el 70 % de asistencia a las urnas.

Las personas mayores forman parte importante del panorama político electoral mexicano. Su voto es decisivo. Aun así, la política institucional las sigue tratando como una audiencia cautiva a la que se dirige con paternalismo, no como un grupo diverso y con agenda propia. Lo más representativo que se ha hecho es crear  el programa Pensión para el Bienestar de las Personas Adultas Mayores, el cual beneficia a 12.7 millones de personas en todo el país y quienes recibirán un total de 6 mil 200 pesos en este 2025. Es positivo que se dé este apoyo, sin duda, pero no resuelve las desigualdades estructurales de fondo ni será sostenible en el largo plazo. Más allá de esto, casi nunca aparecen en la conversación sobre ciudadanía activa, derechos políticos o participación pública.

Este apoyo no puede deslindarse ni verse con ingenuidad, considerando el peso electoral que representa este grupo y la movilización de la que es objeto para fines electorales.

Esto representa una paradoja clara: se les convoca para votar, pero no para decidir. Se les incluye como números, pero se les excluye como sujetos políticos.  La mayor parte de los discursos institucionales se construyen desde una narrativa asistencialista: “atender” a las personas mayores, “protegerlas”, “darles” apoyos. Se habla poco, muy poco, de garantizar sus derechos políticos: representación, acceso a la información en formatos accesibles, mecanismos de deliberación adecuados, participación en agendas comunitarias y digitales. La democracia mexicana sigue operando bajo la idea de que la vejez es sinónimo de fragilidad, dependencia o aislamiento. Se habla de “atender” a las personas mayores, no de escucharlas. Se piensa en ellas como receptoras de programas sociales, no como agentes políticos que pueden incidir, formular propuestas, exigir reformas o estar al frente de movimientos. Esa visión paternalista no sólo es edadista, es profundamente antidemocrática.

La ciudadanía plateada merece otro enfoque. La generación que hoy supera los 60 años vivió transiciones cruciales: la alternancia política, la expansión de derechos, la construcción de instituciones y las crisis que pusieron a prueba a todo el país. Son personas con memoria histórica, con experiencia, con conciencia cívica y con una comprensión profunda del país que han visto transformarse una y otra vez. Esa experiencia debería ser un recurso democrático, no un residuo.

Las mujeres mayores, por su parte, enfrentan una doble marginación: la del género y la de la edad. Su participación política ha sido históricamente invisibilizada. Sus aportes rara vez llegan a los espacios institucionales. Siguen siendo subrepresentadas en cargos de elección, en estructuras partidistas y en procesos deliberativos. La narrativa dominante que las reduce a cuidadoras, abuelas o beneficiarias de programas sociales borra su papel como sujetas políticas que tienen demandas propias: igualdad, autonomía, acceso a pensiones dignas, seguridad, movilidad, salud, reconocimiento del trabajo de cuidados, participación comunitaria. En un país donde las mujeres mayores ya superan en número a los hombres en casi todos los estados, su exclusión política es un profundo déficit democrático.

El panorama se vuelve aún más relevante cuando se observa la tendencia global. En 2030, una de cada seis personas en el mundo tendrá 60 años o más y en 2050 el 80 % de las personas mayores vivirá en países de ingresos bajos y medianos. Es probable que sus necesidades y demandas no sean resueltas ni consideradas, pero sí es posible que sean usados como botín electoral.

La región de América Latina es una de las que envejecen más rápido, según la CEPAL. Esto reconfigurará por completo la relación entre edad, poder y ciudadanía, y el panorama económico, incluyendo la economía de cuidados.

El futuro electoral mexicano será plateado, le guste o no a la política tradicional. Quienes superan los 60 años serán uno de los sectores más influyentes de las próximas décadas. Pueden determinar elecciones, pueden impulsar reformas, pueden cambiar prioridades públicas. La pregunta es si el país decidirá integrar su voz en la toma de decisiones o si seguirá tratándolos como audiencia cautiva a la que solo se recurre en tiempos de campaña.

Un Estado que aspira a una ciudadanía plena debe reconocer y garantizar los derechos políticos de las personas mayores en todas sus dimensiones: participación, representación, acceso a información clara y accesible, entornos seguros para acudir a votar, espacios de deliberación adecuados, herramientas digitales inclusivas para ejercer ciudadanía en línea. La democracia no puede darse el lujo de perder una de sus voces más comprometidas.

También es urgente repensar la narrativa. Las personas mayores no son un grupo homogéneo ni un bloque monolítico. Viven realidades distintas según género, territorio, clase social, entorno familiar, nivel educativo y acceso a la tecnología. No todas votan igual, no todas piensan igual, no todas enfrentan la vejez de la misma manera. La ciudadanía plateada debe entenderse desde la diversidad, no desde la caricatura o los estereotipos.

México necesita una visión de democracia intergeneracional que reconozca que el envejecimiento no es un fenómeno que afecta a la democracia, sino que la redefine. El voto de las personas mayores no es un voto de gratitud ni de nostalgia, es un voto informado, consciente y profundamente político. Escucharlas y representarlas no es una concesión, es una obligación democrática.

La pregunta es si México está listo para asumirlo o  está dispuesto a construir una democracia que envejezca sin derechos.