Violencia, cuidados y cansancio: la nueva normalidad en México

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Graciela Rock

México atraviesa desde hace años un clima sostenido de inseguridadincertidumbre presiones económicas que ha transformado la vida cotidiana. No se trata solamente de un contexto adverso: es un estado emocional que se ha vuelto rutina. Vivimos, y en particular viven las poblaciones precarizadas, en lo que podría definirse como un modo supervivencia permanente: una forma de organizar el día a día en la que la alerta es constante, el futuro se reduce a llegar al final del día y el descanso emocional se vuelve un lujo.

Este modo supervivencia no surge de decisiones individuales, sino de una combinación de factores estructurales. Dos de ellos destacan por su profundidad y persistencia: la violencia y la carga de cuidados. Ambos se han normalizado hasta volverse parte del paisaje cotidiano. Y esa normalización es clave, porque hace que un estado de desgaste emocional crónico se perciba como “lo esperado”, y no como un síntoma de fallas institucionales.

Violencia: un ecosistema que produce alerta constante

Para millones de mujeres en México, la violencia no es un evento aislado sino un entorno que exige vigilancia permanente. Diseñar rutas seguras, compartir ubicación, desconfiar del transporte y ajustar horarios se vuelve parte del día. Esta adaptación continua genera un tipo de cansancio específico: la hipervigilancia.

Para comprender esta dinámica Sayak Valencia explicó en su libro de 2010 “Capitalismo” que la violencia dejó de ser una anomalía: se convirtió en una lógica funcional dentro de la economía y la vida social, en “una herramienta de mercado altamente eficaz”. Aunque su análisis se centra en contextos extremos, ayuda a entender cómo la violencia estructural permea la vida diaria, convirtiendo el miedo en un estado permanente y no en una excepción.

Si la violencia deja de sorprendernos, entonces también deja de generar respuestas colectivas urgentes. El costo emocional: la ansiedad, el estrés, la sensación permanente de vulnerabilidad queda individualizado, obligando a cada mujer a resolver cómo gestionarlo por sí misma.

Los cuidados en modo supervivencia

El otro gran eje es el trabajo de cuidados no remunerado. En México, las mujeres realizan alrededor del 70% de estas actividades: desde la crianza o el cuidado de personas mayores, hasta la gestión logística y emocional del hogar. Este trabajo, aunque esencial para el funcionamiento social y económico, no está distribuido equitativamente ni respaldado por servicios públicos suficientes.

El país ha comenzado la construcción del Sistema Nacional de Cuidados, un paso importante después de años de rezago. Sin embargo, la infraestructura real aún es limitada, la cobertura desigual y los recursos insuficientes. Esta transición incompleta coloca a las mujeres en una posición paradójica: se les exige, y necesitan, participar plenamente en un mercado laboral precarizado y en crisis, pero sin que exista un soporte institucional robusto que redistribuya las cargas de cuidados.

El resultado es un tipo de estrés silencioso, menos visible que el generado por la violencia, pero igual de persistente. La sobrecarga de cuidados impide planear a mediano plazo, reduce el tiempo para el descanso y obliga a tomar decisiones según la urgencia, no según las aspiraciones.

El cruce entre violencia cuidado resulta en la normalización del desgaste. Vivir cansadas, dormir mal, organizar la vida alrededor del riesgo o posponer el autocuidado se perciben como conductas inevitables. Esta percepción social es problemática porque despolitiza el fenómeno, se vuelve un asunto de adaptación individual, cuando en realidad es la expresión de fallas estructurales.

La antropóloga Rita Segato lo explica de forma clara al describir la violencia contra las mujeres como un mecanismo de control social inscrito en las estructuras patriarcales, no como sucesos aislados. Para ella, la violencia funciona porque disciplina, porque ordena, porque genera conductas predecibles frente al miedo. 

Cuando además se suma la obligación cultural del cuidado, el resultado es un ciclo de agotamiento que se reproduce sin cuestionarse. Es un cansancio que no solo agota el cuerpo y la mente, sino que reduce el margen para construir autonomía.

Salir del modo supervivencia requiere fortalecer políticas públicas que reduzcan la violencia, consoliden el Sistema Nacional de Cuidados y garanticen entornos urbanos seguros. También requiere cuestionar la normalización del desgaste y reconocer que vivir en alerta constante no puede ser la base sobre la que se construye el futuro de millones de mujeres. 

Sobrevivir no debería ser el estándar mínimo de la vida cotidiana.