Cristopher Ballinas Valdés
El pasado 17 de julio se conmemoró un aniversario más de la adopción del Estatuto de Roma, instrumento fundacional de la Corte Penal Internacional (CPI). Firmado en 1998 y vigente desde 2002, este tratado constituyó un hito en el desarrollo del derecho internacional al establecer, por primera vez, una jurisdicción penal permanente dedicada a perseguir y sancionar a individuos responsables de los crímenes más atroces: genocidio, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y el crimen de agresión.
Su creación respondió a la necesidad de superar las limitaciones de los tribunales ad hoc establecidos en los años noventa para juzgar las atrocidades cometidas en Ruanda y la ex Yugoslavia, y reflejó un consenso internacional por avanzar hacia un modelo de justicia independiente y universal, desligado de intereses políticos y del altamente politizado sistema de veto del consejo de seguridad de la ONU. Desde entonces, la CPI se ha consolidado como una institución clave para combatir la impunidad, construir una arquitectura jurídica global orientada a la rendición de cuentas, y reivindicar los derechos de las víctimas.
Sin embargo, este aniversario se celebró en medio de crecientes tensiones internacionales y nuevas demandas de justicia en el contexto de conflictos armados en distintas regiones del mundo. La autonomía de la CPI enfrenta amenazas concretas a través de presiones políticas y diplomáticas, así como sanciones impuestas por gobiernos que no reconocen su jurisdicción y la acusan de parcialidad. Estas acciones buscan desacreditar sus decisiones y generar un clima de intimidación que pone en riesgo la credibilidad y el funcionamiento independiente del sistema internacional de justicia penal. Esta ofensiva no se limita al personal de la corte, sino que se extiende a otros actores que colaboran con el sistema, como Francesca Albanese —relatora especial de la ONU para los territorios palestinos— y la abogada Amal Clooney, como trascendió recientemente, con su participación en procesos asociados a la CPI. Más allá de las sanciones individuales, estos ataques evidencian un patrón de presión sobre las estructuras multilaterales de justicia, debilitando su legitimidad y enviando señales desalentadoras a quienes promueven la rendición de cuentas frente a violaciones graves de derechos humanos. Se genera así un grave precedente –castigar a quienes defienden los principios del derecho internacional–.
Esta situación no es exclusiva de la CPI, en diversos foros se observa cómo representantes de ciertos estados son abiertamente críticos de las denuncias allí formuladas, olvidando que estas instituciones fueron creadas por los propios estados para fortalecer sus estándares de derechos humanos y ofrecer alternativas de justicia donde los mecanismos nacionales o regionales han sido omisos, se encuentran debilitados o han están completamente desmantelados. En consecuencia, los ataques y amenazas deben no sólo ser criticados, sino condenados en todos los espacios. Los actores políticos nacionales y los responsables de las diplomacias estatales deben ser los primeros en defender con perspectiva estratégica la autonomía y la integridad de estas instituciones, evitando caer en la tentación de la politiquería o del aplauso fácil de sus bases partidistas.
Comprender el origen, propósito y funcionamiento del sistema internacional de denuncia y justicia es fundamental para garantizar su profesionalización y proteger su autonomía, incluso cuando sus decisiones no se alineen con intereses geopolíticos o agendas políticas nacionales. preservar la independencia de la CPI es imperativo frente a cualquier intento de manipulación o cooptación que amenace su misión esencial.
Más allá de su dimensión jurídica, el Estatuto de Roma representa una apuesta ética por un orden global basado en la dignidad humana, la reparación de daños y la prevención de futuros crímenes. Estos valores siguen siendo pilares esenciales para construir sociedades más justas, pacíficas y resilientes.
