Militares contra los derechos adquiridos

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Jorge Javier Romero Vadillo

Ocho gramos de cannabis. Una autorización legal vigente, emitida por COFEPRIS. A pesar de eso, una persona fue detenida en el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles por elementos de la Guardia Nacional. Fue llevada a la Fiscalía de Tultitlán, donde la despojaron de su documento oficial, la torturaron y la mantuvieron encerrada durante dos días. Todo esto ocurrió en 2025, cuatro años después de que la Suprema Corte declarara inconstitucional la prohibición absoluta del consumo lúdico. Aunque la portación de cannabis sigue tipificada como delito, quienes cuentan con autorización oficial ejercen un derecho reconocido por el máximo tribunal. Aun así, las instituciones actúan como si nada hubiera cambiado. 

Visto lo visto, es evidente que la Guardia Nacional actúa bajo una lógica arbitraria y no reconoce otra autoridad que la militar. No distingue entre derecho y delito, ni entre usuario y criminal. Fue diseñada con la mentalidad de cuartel, desplegada sin controles civiles, entregada a la disciplina militar. Se le encomendó una tarea para la que no fue formada: brindar seguridad pública en un Estado constitucional. Pero actúa como si su misión fuera controlar, imponer, castigar. La Ley queda subordinada al criterio del mando. Y en la práctica, el uniforme se impone al derecho.

El comunicado de la organización Di-sentir documenta con detalle lo ocurrido. La persona detenida contaba con una autorización legal vigente, emitida conforme a los procedimientos establecidos. Portaba una cantidad que no sólo es menor al umbral de tolerancia informalmente aceptado durante años, sino que además está protegida por la declaratoria de inconstitucionalidad de la Suprema Corte desde hace casi un lustro. Nada de eso importó. La detención fue arbitraria, la tortura inadmisible y la reacción institucional nula.

La responsabilidad no se limita a quienes ejecutaron el arresto. La Fiscalía del Estado de México formó parte del atropello. En lugar de liberar de inmediato a la persona detenida, validó la detención arbitraria y prolongó el abuso. En un régimen militarizado resulta difícil imaginar a un agente del Ministerio Público contradiciendo a un militar que entrega a un civil como si fuera un trofeo. La subordinación está normalizada. Investigar, preguntar o contrastar ya no forma parte del procedimiento. El uniforme basta. Si un coronel entrega a alguien, el Fiscal procede. La cadena de mando pesa más que cualquier noción de legalidad. Eso ya está ocurriendo en México, después de dos décadas de usurpación militar del poder civil, proceso que se ha acelerado durante los dos últimos gobiernos.

Desde 2015, la Suprema Corte ha construido un cuerpo jurisprudencial que reconoce el consumo personal de cannabis como parte del derecho al libre desarrollo de la personalidad. La sentencia del caso SMART, y las que vinieron después, abrieron la puerta a una regulación más razonable, centrada en los derechos y no en el castigo. En 2021, el máximo tribunal fue más allá y eliminó varias disposiciones de la Ley General de Salud que prohibían de manera absoluta el uso lúdico. El mensaje fue claro: la penalización del consumo es inconstitucional. La posesión, el cultivo y el transporte para uso personal deben permitirse con autorización, sin criminalización.

Pero fuera de los tribunales, la realidad se mantiene igual. COFEPRIS aplica el tortuguismo burocrático y cuando finalmente expide los permisos lo hace con condiciones que contradicen el espíritu de las sentencias. Limita la posesión a cinco gramos, impone requisitos absurdos para adquirir semillas, establece vigencias sin fundamento legal. Son autorizaciones redactadas para desalentar, no para permitir. Y en los hechos, colocan en mayor riesgo a quienes logran obtenerlas. Quienes las portan queda de todas maneras expuesto al acoso, a la extorsión y al abuso. La detención en el AIFA lo demuestra con nitidez: tener un permiso no garantiza nada. No evita el arresto, no impide el maltrato, no frena la tortura. A la Guardia Nacional le tienen sin cuidado los derechos, sus agentes los desconocen y sus jefes los deprecian.

El problema es estructural. La Guardia Nacional fue constitucionalmente convertida en cuerpo militar, bajo el mando directo de la Secretaría de la Defensa Nacional. La Presidenta asumió el poder con un aparato de seguridad ya entregado a las Fuerzas Armadas. En lugar de corregir el rumbo, optó por consolidarlo. No hay señales de que el mando civil vaya a recuperarse. Los militares controlan puertos, aduanas, trenes y aeropuertos. Patrullan las calles, hacen labores de inspección migratoria, vigilan protestas. Se han vuelto omnipresentes. Y parecen no rendir cuentas a nadie. Ni en los tiempos más oscuros del autoritarismo priista la presencia militar fue tan ostentosa.

El Congreso reformó la Constitución para legalizar una anomalía. La seguridad pública ha quedado bajo tutela castrense. La cadena de mando ya no es simbólica. La Ley, en lugar de limitar el poder de las armas, ahora lo respalda. La Guardia Nacional actúa como fuerza de ocupación, no porque alguien se lo ordene explícitamente, sino porque ese es su diseño. La arbitrariedad no es un exceso. Es una consecuencia directa del modelo.

La política de drogas, por su parte, sigue atascada en la hipocresía. El discurso oficial presume un enfoque “humanista”, pero la práctica institucional mantiene el marco punitivo intacto. No hay una regulación integral del cannabis. El Congreso ha sido omiso. El Ejecutivo ha delegado la responsabilidad sin asumirla. Y las agencias administrativas, en lugar de adecuar sus criterios, operan como si nada hubiera cambiado. El resultado es un laberinto kafkiano: derechos reconocidos en el papel, pero bloqueados en la práctica por requisitos imposibles, plazos arbitrarios y cláusulas que contradicen los fallos judiciales.

Quienes consumen cannabis siguen siendo tratados como delincuentes. Con o sin permiso. Con o sin sentencia. El sistema se niega a asumir que el prohibicionismo ha fracasado, que la criminalización de la posesión personal es una fuente constante de abusos, detenciones ilegales, extorsión y violencia. Y que mantener a las Fuerzas Armadas en el centro de la estrategia de seguridad sólo empeora el problema.

La militarización de la seguridad no sólo ha fracasado en contener la violencia. Ha degradado el trato a la ciudadanía, ha normalizado la arbitrariedad y ha convertido derechos reconocidos en papel mojado. Mientras las armas sustituyan a la ley, los permisos no protegen, las sentencias no valen y las libertades se reducen a una ficción administrativa.