Diferencias parlamentarias: cuando los insultos ya no bastan

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Ernesto Villanueva

La polarización en México ya no es un concepto que se discute en seminarios. Está en la calle. En los medios. En los partidos. Y ahora también en la forma en que se agreden los propios dirigentes. El choque entre Alejandro Moreno, presidente del PRI, y Gerardo Fernández Noroña, senador, no fue una anécdota más de la política dura. Fue un episodio que encendió focos rojos: insultos directos, ataques personales, humillación pública. Ahí se vio con claridad lo que el país lleva años normalizando: la disputa política dejó de ser debate y se volvió pelea. Y cuando la política se convierte en pleito, la pérdida es para todos. 

Primero.  La política mexicana nunca fue un té de cortesía. Pero tenía límites. Había un código no escrito de respeto mínimo. En el ataque de Moreno a Fernández Noroña, frustrado en parte por la mesura del senador al no caer en la confrontación física, se expresó con nitidez la escalada de la polarización. El dirigente priista no cuestionó ideas. Atacó a la persona. Y lo hizo con intención de exhibirlo. De dejarlo reducido. Ese gesto convierte la política en ring, donde no importa la razón sino el golpe que más duela. Esa forma de pelear manda un mensaje: la ofensa es válida. Peor aún, se vuelve necesaria para marcar presencia. Ese mensaje baja a la militancia y contamina a la ciudadanía. Lo que se grita arriba termina replicándose abajo: en las redes, en la mesa familiar, en la conversación de oficina. El caso no fue una excepción, sino la muestra de un estilo que gana terreno. Y lo preocupante es que ese estilo da frutos inmediatos: genera atención, circula en medios, engancha a los seguidores. El riesgo es que lo extraordinario se convierta en regla. Que la evolución de las especies de Darwin se traduzca en acto. Pero justo al revés. Que la violencia física ocupe el lugar del argumento. Que la burla sustituya la propuesta. La política, entonces, se degrada a espectáculo. Se vuelve un concurso de golpes que entretiene un rato pero vacía de sentido la vida pública. Una democracia sin debate real se transforma en simulacro. Y el simulacro termina cobrándose en desencanto y en abstención.