Luis Espíndola Morales
Toda democracia debe garantizar el pleno ejercicio de las libertades fundamentales; sin embargo, estas libertades no son absolutas, encuentran limitaciones en diversas previsiones constitucionales, convencionales y legales. En esta ocasión, continuaremos reflexionando sobre la amplitud y limitaciones de la libertad de expresión. ¿Qué sucede cuando la libertad de expresión se emplea para causar un daño? ¿En qué casos podrían estar genuinamente comprometidos otros derechos en los que la libertad de expresión encuentra sus límites? Enseguida, abordaremos algunos ejemplos.
La libertad de expresarse libremente –por mucho que resulte incómoda, áspera, cáustica o chocante– debe garantizarse plenamente por el Estado, ya que solo a través de la discusión, franca, abierta, plural y desinhibida, se puede incentivar un debate racional propio del proceso civilizatorio. Solo a través de la libertad de expresión es posible incentivar el intercambio, la circulación de las ideas y, contribuir, con ello, a la construcción de la opinión pública. Las palabras importan, la forma en que se emplean, su intención y las posibles consecuencias lesivas a terceros o al orden público, importan aún más.
Por ejemplo, cuando las expresiones producen un riesgo real, presente, claro e inminente en las personas, como en la vida, la salud, la seguridad o la integridad, se cruza la frontera entre esta libertad para pasar al escenario de su empleo malicioso para cometer ilícitos. La doctrina jurídica y la jurisprudencia nos proveen de múltiples ejemplos en los que el legítimo ejercicio de la libertad de expresión puede estar en vilo.

Así, tenemos desde los clásicos ejemplos como el de si en un teatro lleno de personas alguien grita falsamente ¡fuego! O ¡se está incendiando el teatro! Lo cual provoca una estampida, o hasta aquellos discursos de odio como el xenófobo, el segregacionista o el étnico o en los que se provoca o invite a la población a cometer delitos o en los que se incite a la violencia, como en los casos de rebelión armada, insurrección, sedición y terrorismo.
Pero, aún en estos casos, el Estado debe ser cuidadoso en garantizar la libertad de expresión, ya que, como lo adelantamos, se debe distinguir entre aquellas expresiones “provocadoras”, esto es, aquellas de las que sea posible advertir un daño real, actual e inminente, de aquellas que puedan considerarse dentro de la “defensa general de las ideas”, aun cuando estas nos parezcan ofuscadas o erróneas.
En democracia, los principios de apertura, pluralismo y tolerancia siempre deben estar presentes y ser evaluados dentro de cualquier contexto en donde se cuestione la legitimidad en el ejercicio de las libertades que tanto nos han costado conquistar.
En todo caso, la previsión legal de estas u otras limitaciones a la libertad de expresión y, más aún, la carga de la prueba, corresponde al Estado quien, en todo caso, debe demostrar que el gobernado empleó la libertad de expresión como herramienta para cometer alguno de estos ilícitos; de lo contrario, como suele suceder en toda democracia, toda conducta que carezca de estos elementos, debe ser considerada dentro de los márgenes del genuino ejercicio de la libertad de expresarse, opinar o difundir ideas.
Las palabras importan, la posibilidad de expresarlas libremente y sin temor a represalias, lo son aún más. En esta tarea, es responsabilidad del Estado poner las condiciones normativas o de cualquier otro carácter, encaminadas a ejercer libremente nuestros derechos. Debemos recordar que ningún derecho es absoluto y que el empleo abusivo o con una clara intención de provocar daños pueden tener un efecto nocivo en las personas o en la colectividad, cuyos derechos también deben ser tutelados.
La Silla Rota